Es sorprendente la capacidad que tiene la sociedad para convertir en algo normal lo que hace poco tiempo estaba proscrito, estigmatizado y etiquetado como intolerable. Quizás fue la reacción social frente al intento de golpe del 23-F la que enterró las ideas propias del franquismo en las catacumbas, pero no las hizo desaparecer. Estaban ahí, ocultas por vergonzantes.

La necesidad sentida mayoritariamente de construir una sociedad democrática, las ansias de libertad tras décadas de dictadura, la necesaria apertura a los mercados europeos potenciada por los propios poderes económicos que necesitaban salir de la autarquía, cooperaron para pasar página y condenar al pasado una de los peores periodos de la Historia de España.

Pero la semilla autoritaria y retrógrada, seguía refugiada e incluso disfrazada en partidos más o menos homologables de la derecha. En los últimos años, la bestia derrotada por las democracias liberales en la II Guerra mundial se quita los disfraces y se muestra tal cual es. Cuarenta años de sistema educativo en libertad, de medios de comunicación en libertad, de libertad de expresión, no han conseguido que lo que fue intolerable y moralmente reprobable lo siga siendo. Y renace lo peor de la droga nacionalista, la xenofobia, el odio al diferente, el antifeminismo. Y también la mentira reiterada, la manipulación, la ignorancia convertida en dogmas.

¿Qué tienen las derechas contra el feminismo? Es incomprensible negar la violencia de género, la brecha salarial, la desigualdad provocada por una sociedad patriarcal. ¿Por qué se oponen a la tarea de construir una sociedad más justa e igualitaria? La respuesta es muy sencilla: porque no quieren tal cosa, porque su utopía está en las antípodas. ¿Cuál es el límite de maldad que una sociedad democrática puede tolerar?