Leo con preocupación un reportaje sobre la grave falta de aparcamientos en el Arrabal. Es casi la misma historia que en La Almozara, Las Fuentes, San José, Delicias y aquellos barrios de Zaragoza donde existen numerosos edificios construidos antes o durante la posguerra. Entonces las casas carecían de garajes comunitarios porque, allá por los cuarenta y los cincuenta, resultaban un lujo absurdo: apenas había 8.000 coches en toda la ciudad y uno podía dejar su Seat 1400 enfrente del portal. Ochenta años más tarde, el parque automovilístico ha crecido una barbaridad, pero la mayoría de esas casas sigue igual y cobijan a miles de personas que se ven condenadas a aparcar donde pueden. Dar vueltas durante más de media hora para buscar un hueco es una actividad que practican a diario muchos ciudadanos.

Así que afrontamos un panorama desalentador: cascos históricos de barrios que admiten muy pocos garajes comunitarios; miles de vecinos de esas zonas que tienen que aparcan en la calle, aunque sea a un kilómetro de sus casas; una lógica sensibilidad medioambiental que rechaza la exagerada presencia de esos vehículos; un consistorio que reduce cada vez más los huecos libres; y unos cuantos expertos que sueñan con una Zaragoza parecida a Copenhague, con miles de bicicletas inundando las calles. Pero si no somos capaces de completar la línea 2 del tranvía, si un trabajador de Delicias pierde una hora diaria para estacionar su coche, si las zonas de pago solo tienen afán recaudatorio y si las alternativas de transporte y los horarios laborales de aquí son más anárquicos que en la capital danesa, entonces ¿qué absurdo modelo de ciudad, tan contradictorio, estamos pergeñando entre todos? H *Editor y escritor