En estos días en que caminamos sobre las ascuas del volcán, he bajado de la estantería un viejo libro de José Luis López Bulla, líder histórico de Comisiones Obreras, unas memorias de juventud tituladas Cuando hice las maletas, donde el sindicalista vuelca su experiencia migratoria a mediados de los 60 desde un pueblo agrícola de la Vega de Granada hasta las fábricas de Mataró. La obra rezuma un inmenso amor y agradecimiento por la tierra de acogida. En un momento dado, López Bulla reflexiona sobre la posibilidad de que se nos fuera la mano con la consigna aquella de catalán es todo el que vive y trabaja en Cataluña, y conviene que no, que fue una formulación política necesaria. «El problema estuvo -agrega- en que confundimos el deseo político con la identidad real de las personas». ¡Ay, las almas partidas!

Siempre estuvo ahí, para qué vamos a engañarnos, la división entre catalanes de la ceba y los charnegos que llegaron con la maleta de cartón, pero era una bisección muy llevadera, enriquecedora incluso, porque la magia de este país, Cataluña, radica precisamente en la mezcla, en la feliz libertad de pensamiento desde el respeto a las minorías. Nunca hasta hoy se había respirado un aire tan tóxico por culpa del dontancredismo de Rajoy, la hiperventilación de la derecha nacionalista catalana, la siesta del PSOE y la torpeza de Pablo Iglesias. Y la gente, alguna gente, está harta.

La semana que viene, López Bulla y otros sindicalistas presentarán un manifiesto en contra de la secesión de Cataluña y la falta de garantías democráticas del 1-O porque, alegan, la división acaba debilitando siempre a los mismos, a los de abajo, a la clase trabajadora. Tienen toda la razón del mundo en esta época de precariedad.

Aun así, no se puede seguir cerrando los ojos al debate catalán, cuya única salida es política: o bien una reforma constitucional o bien un referéndum de independencia con garantías legales. Llevamos más de cien años de retraso.

*PeriodistaSFlb