A paso lento, el abuelo y su hijo, cargando una pequeña maleta, bajaban desde el barrio más alto hacia el Hospicio, que era como denominaban popularmente a una institución que luego la denominarían «hogar» pretendiendo quitarle el estigma a ella y a sus moradores que, desde el momento de su ingreso, pasaban a ser poseedores del dudoso título de «hospicianos». Acabar tus días allí, junto a la Iglesia donde reposan los restos de Baltasar Gracián, era la plasmación de un fracaso personal y familiar: o no habías tenido hijos o tus hijos no te querían tener ni «a meses». No había vínculos capaces de evitar lo inevitable: te ibas a convertir en hospiciano. Eras desposeído de tu verdadero hogar para ir a una benemérita institución en la que acababan los pobres de solemnidad, algunos discapacitados procedentes de toda la provincia y las personas mayores de las que nadie se quería hacer cargo.

El abuelo en cuestión era consciente del destino que le esperaba y ni un reproche salía de su boca. Sólo que al llegar a un poyo que había en la puerta de una Iglesia, le pidió al hijo un minuto para recuperar el aliento, sentándose, retrasando unos minutos el ingreso inevitable. Y entonces con voz muy baja, le confesó a su hijo: «Mira hijo mío, lo que es la vida y las vueltas que da. En este mismo asiento recuerdo que se sentó tu abuelo cuando yo mismo, como tú haces ahora, le acompañé también para ingresarlo en el Hospicio». Y entonces el hijo, tras reflexionar unos segundos, le contestó a su padre: «¿Sabe padre, lo que le digo? ¡Que descanse lo que necesite, que nos volvemos a casa, los dos. No hay nada más que hablar!». Mi padre me contaba este relato como absolutamente real y lo adornaba con fechas, lugares y detalles perfectamente reconocibles, de manera que era totalmente creíble. No sé por qué me acuerdo de este ¿cuento? precisamente ahora. *Profesor de universidad