Siempre pensé que no es preciso viajar a los confines de la Tierra para contemplar ritos exóticos. A veces basta con observar al vecino de enfrente para quedarse boquiabierto ante la insólita variedad de extravagancias que puede perpetrar el ser humano con toda naturalidad y convencido de no hacer nada raro. En Marbella, por ejemplo, a eso del mediodía, numerosos chinos recorren las playas y se ofrecen a masajear a damas y caballeros por un puñado de euros. Al parecer con gran éxito.

Imagínense la escena (yo la he visto). Una teutona sexagenaria, de gran tonelaje y con la pelleja al rojo vivo, despójase de la parte superior del bikini y despanzúrrase sobre la toalla. El chino, que domina las artes del masaje como yo el arameo, se coloca en cuclillas, a punto de caerse de culo, y en tan difícil equilibrio aporrea sin piedad la espalda maltrecha por el sol. Tortura estremecedora que la mujer soporta con gran estoicismo durante media hora, ahogando los gemidos. Al suplicio asiste impávido un ciudadano que, en lugar de soltarle un mamporro al agresor de su señora, acude solícito a buscar cambios para abonarle sus honorarios, antes de que el chino parta en busca de una nueva víctima. Asombroso, ¿no?.

Lo que dice mi tía Pili, que es de Marbella y ha visto todos los trucos para sacarle los cuartos a los turistas: a buenas horas me pone a mí la mano encima un chino al que no conozco de nada. Yo creo que mi tía lleva razón, y no es porque sea mi tía.

*Periodista