La dualidad de cuerpo y alma, como esencia humana, está en el centro de un debate que viene de siempre, sin que hasta hoy se haya alcanzado una conclusión válida y universalmente aceptada. En el vaivén histórico que preside esta controversia, se aprecia cómo se cargan las tintas en uno u otro extremo, hasta el punto de casi negar el contrario. Sin embargo, parece evidente que para sustentar el alma es preciso un cuerpo, una existencia material que también es necesario alimentar. Es más, que conviene hacerlo de forma rutinaria y cotidiana. Al menos, cuatro o cinco veces cada día, según los especialistas en nutrición.

Tiempos fueron en los que el ascetismo presidía la vida espiritual, renunciando de forma casi absoluta a los goces mundanos. Y, por el contrario, tiempos vivimos en los que el culto al cuerpo y la obligación de mantenernos eternamente jóvenes eclipsa, no ya una fructífera experiencia espiritual, sino incluso cualquier otro factor ajeno a la corporeidad física y material. Toda la realidad se sustenta en una fachada que, en el caso de la mujer, ha de mantenerse atractiva hasta la sepultura. Con la pretensión de liberarnos de un exceso de humanismo y espiritualidad, nos hacemos esclavos de nuestro envoltorio; vendemos nuestra alma al diablo, como hizo Fausto, y esquivamos en el espejo el reflejo de Dorian Gray. Y, además, exigimos de la ciencia la concentración de la actividad investigadora en los campos relacionados con la vida más tangible. En fin, algo que artistas y creadores también sufren y conocen desde siempre: para ejercer su labor hay que vivir y para vivir hay que comer. Pero, para comer; para recibir alguna ayuda estatal o la liberalidad de un mecenas, demasiadas veces es necesario sacrificar la libertad. Terrible dilema que padece al artista.

*Escritora