Durante los últimos meses han sido muchas las víctimas del maldito coronavirus que han fallecido en completa soledad, privados del consuelo de la compañía de los familiares y amigos más próximos. Este efecto terrible de la pandemia ha supuesto también una dura prueba para esas personas, cónyuge e hijos, a quienes no se les permitía ni siquiera una breve visita a los enfermos terminales con el imperativo de bloquear la propagación del contagio; así, el duelo por la pérdida ha sido mucho más intenso y doloroso de lo que ya de por sí supone siempre la desaparición de un ser querido. Obviamente, como primeros e impotentes testigos presenciales del drama, todos los profesionales de la Sanidad han sido plenamente conscientes de la situación y han hecho lo imposible por sobrellevar, en la medida de sus posibilidades, tan crítica experiencia. Pero aunque facultativos, auxiliares de enfermería y trabajadores sociales se hayan esforzado por aliviar el último trance al paciente desahuciado, no existe nada que pueda sustituir a la presencia real del afecto familiar, encarnado al menos por una persona. Por lo demás, las funciones de esos servidores médicos están necesariamente subordinadas a otras prioridades que en modo alguno pueden desatender. Las desoladoras vivencias del covid-19 han propiciado también otra triste secuela: cementerios solitarios, vacíos de visitantes, donde el recuerdo es una sutil presencia que tiende a disolverse sin apenas dejar huella, pese a lo mucho que los todavía vivos tenemos que agradecer a quienes ya se han ido, razón de más para buscar una fórmula mediante la que sea factible expresar al moribundo todo lo que quizá antes, en vida, hayamos sido incapaces de manifestarle en toda su plenitud. Tanto él como sus allegados se merecen este reconocimiento final.