A un periodo tan extenso de confinamiento, restricciones y penuria económica corresponde un precio también muy elevado. Un precio que no solo se expresa en variables monetarias o tangibles, sino que posee una dimensión psicológica cuya profundidad todavía está por ver, a pesar de que la perspectiva inmediata ya evidencia muchas y muy graves repercusiones. De nuevo, son los datos estadísticos, en comparación con épocas anteriores, los que permiten una estimación aproximada de trastornos y secuelas, plasmados en número de consultas a especialistas en salud mental, informes sobre las mismas e, incluso, cifras de tentativas suicidas, algunas de fatal desenlace. Ante semejante panorama, ¿cómo responde la Administración? Parece que no dispone de recursos suficientes, superada por los acontecimientos y menguada por la carencia de profesionales, a su vez desbordados por una demanda desmesurada en la que ya se contemplan dilatadas listas de espera. Psiquiatras y psicólogos clínicos son los especialistas idóneos en todo lo que afecta a la mente y al comportamiento, pero es obvio que su número no se puede incrementar de la noche a la mañana. Entretanto, un voluntariado generoso y altruista está al frente de la primera intervención, de carácter inmediato pero, así mismo, necesariamente provisional, como pueda serlo el Teléfono de la esperanza u otros servicios propios de consistorios y organizaciones asistenciales, que constituyen el único recurso a disposición de quienes no pueden costearse una sanidad privada. Es aún pronto para establecer la magnitud real del problema, pero también es ya tarde para emprender el camino de la solución. Por desgracia, en esta pandemia, toda la sociedad va siempre por detrás, a remolque del virus; nunca nos anticipamos con medidas y conductas válidas y eficaces.