Algo tan pequeño, microscópico, ni siquiera un ser vivo para un amplio sector de la ciencia, ha sido capaz de trastocar toda la vida del planeta y alterar nuestra cotidianidad hasta tal punto que tantos reciten con rotundidad una sentencia definitiva: «Ya nada será como antes». Desde luego, el mundo de la cultura no se ha librado del pernicioso efecto de la pandemia; más bien todo lo contrario, pues la covid-19 se ha cebado con sumo ensañamiento en multitud de eventos y actividades programadas, borrados de la agenda con apenas contadas excepciones que han sobrevivido con el báculo de las nuevas tecnologías. A ello hay que sumar el quimérico acceso al auxilio y ayudas institucionales de las que dispondrán otros sectores, considerados como esenciales.

Particularmente doloroso me parece el caso del libro, tanto más triste en cuanto que el propio confinamiento debería haber favorecido el hábito de la lectura. Y, sin duda, hasta cierto punto así ha sido, merced al accesible y pletórico catálogo de obras digitalizadas. No olvidemos que así como el cuerpo requiere una nutrición adecuada, también es necesario el alimento intelectual.

Sin embargo, para el escritor, el panorama actual es el de un naufragio en aguas turbulentas, en tanto que tampoco el futuro se muestra halagüeño, cuando las librerías y el resto del mundo editorial se tambalean, heridos de muerte. Pero los autores lo que realmente necesitan es trasladar sus vivencias al lector, desde ese cuarto propio que citaba Virginia Woolf, sin expectativa alguna de beneficio material, siempre a la espera de que su trabajo sea reconocido y apreciado. A poco más podían aspirar antes la gran mayoría de los escritores y todavía a mucho menos ahora, incluso en caso de que el virus no torne para arrasar lo poco que ha conseguido subsistir.

*Escritora