Hoy empieza en el Aula Paolo VI del Vaticano una cumbre histórica e inédita que convoca a 190 obispos, presidentes de conferencias episcopales, cardenales, miembros de la curia y prelados orientales a un ejercicio de catarsis de la Iglesia católica ante el aluvión de casos de pederastia y abusos sexuales infantiles que se han hecho públicos, especialmente en el último año. Escándalos recientes que vienen a sumarse a una larga lista y que se concretan en las casi 4.000 víctimas en Alemania desde los años 40 o en las más de 1.000 en la diócesis de Pensilvania y, especialmente, en la crisis desatada en Chile, con la dimisión de todo el episcopado.

La convocatoria inaudita del papa Francisco también se produce como consecuencia de las acusaciones que él mismo recibió por parte del exnuncio en Whashington de encubrir los crímenes del cardenal Theodor McCarrick. Hace tan solo una semana, este exprelado ha sufrido la pena más dura impuesta jamás a una autoridad eclesial: la expulsión del sacerdocio.

La situación ha llegado a ser tan crítica que la cumbre ha despertado un interés inusitado, tanto que el mismo Pontífice ha intentado rebajar las expectativas en el sentido de considerar que la lacra de los abusos no es solo un problema de la Iglesia sino de toda la sociedad. Incluso así, según uno de los organizadores de la cumbre, el arzobispo de Malta Charles Scicluna, «ha llegado el momento de la verdad para romper con la omertà (el silencio)». En estos tres días se discutirá sobre la responsabilidad de los obispos, sobre la rendición de cuentas de la institución y sobre la transparencia ineludible, con el testimonio de víctimas que expondrán su experiencia pero con la ausencia de notables ministros de la Iglesia que, como el cardenal O’Malley de Boston, llevan años luchando contra el encubrimiento. La insólita declaración conjunta de todas las órdenes religiosas, masculinas y femeninas, reconociendo los pecados («inclinamos nuestras cabezas con vergüenza») da una idea de la magnitud de los hechos y de la necesidad de conocer, por fin, una respuesta firme y contundente de la Iglesia. La cumbre será un fracaso si solo sirve como un lavado de imagen. Es necesario exigir radicalidad, asunción de la culpa y, como no puede ser menos, propósito de enmienda. De una vez por todas, sin medias tintas vaticanas.