Para muchos bienpensantes que esconden la cabeza bajo el ala y silban al cielo, los malos tratos y la violencia sexual (cien asesinatos y 50.000 denuncias en 2003) es un fenómeno que se retroalimenta, de manera que cuanto más se informa más cancha se da a las bestias para que sigan generando víctimas. Así que no aportan más solución que el silencio y la ocultación de los hechos para que las bestias puedan seguir actuando en la nocturnidad de los dormitorios y en la oscuridad de los confesionarios.

Al obispo de Córdoba le han tenido que leer cien veces la sentencia que condena al cura de Peñarroya a once años de prisión por abusar de seis niñas. El obispo se negaba a cesar al cura porque nunca antes había incurrido en comportamientos incompatibles con su condición sacerdotal. Nunca, hasta que las niñas citadas explicaron en casa que el cura les metía mano cuando las confesaba en la catequesis. Con seguridad, el cura había incurrido muchas veces en comportamientos inmorales con niñas, pero ninguna niña se había atrevido antes a contar en casa las guarrerías del mosen.

Dice el interfecto que si tocó a las niñas fue sin querer, sin darse cuenta, porque para el interfecto las niñas deben ser una cosa etérea que no siente náuseas ni vomita cuando una mano blanduzca, rijosa y lasciva (suelen ser así) se escurre por sus muslos y sus senos incipientes. Forzado por la presión social, el obispo ha tenido que espantar al cura pederasta. Es una lástima que no lo haya hecho por respeto a los curas que ejercen su ministerio con dignidad y generosidad, que son la mayoría.