Las personas discuten, aunque los españoles somos más de disputar. Y si debatimos educadamente, no es que estemos en desacuerdo con los demás, sino que lamentamos tener razón.

Son dos conceptos que resaltan, con mayor o menor virulencia, la dificultad que tenemos para asimilar que los demás no piensen como nosotros. Ya lo decía, en el siglo XVII, el escritor francés Francisco de La Rochefoucauld: «No solemos considerar como personas de buen sentido sino a los que participan de nuestras opiniones». Esta creencia es la base de lo que llamamos en psicología, «efecto del falso consenso».

Se trata de un sesgo cognitivo que nos lleva a creer que nuestra manera de pensar es más popular de lo que es. Recordaremos ese grupo de whatsapp en el que alguien remite un comentario, meme o chiste sin gracia, del que se deduce una opinión política, religiosa o machista, que parte de un supuesto y general acuerdo con su contenido. Si callamos, damos la razón al provocador. Si disentimos, creamos mal rollo. Como norma, sobreestimamos el grado de acuerdo que tienen los demás con respecto a nuestras ideas, actitudes y pensamientos.

Por ejemplo, si preguntamos a un grupo de adolescentes, que no consumen alcohol, si creen que eso es habitual en la población de su edad, dirán que la mayoría no lo ingieren. Mientras que en un grupo con la conducta contraria, sus respuestas se adaptarán a generalizar que el resto bebe. Esta forma de actuar no es patológica y se explica desde diversos enfoques de la psicología.

Ahora bien, sí hay un caso en el que esto no ocurre así. En personas con depresión no se observa este fenómeno. Más bien parece que la tristeza les lleva a pensar que no tienen apoyo del resto sobre sus opiniones. Lo que confirma que un trastorno del estado de ánimo iría en dirección contraria al sesgo del falso consenso.

En la vida política hay una tendencia a sobreestimar el acuerdo de los demás con nuestras propuestas. Los dos grandes adversarios de los liderazgos políticos son, los asesores que adulan y las mayorías que dominan. Los primeros solo aplauden porque creen que cobran por ello y temen dejar de hacerlo si no palmean a su jefe.

Por otro lado, el dominio numérico transmuta una mayoría democrática y natural, en un condicionante irracional, cuantitativo y previo al debate. Las opiniones mayoritarias no son sinónimo de razones preponderantes, sino decisiones que acatamos en democracia. Esta semana hemos vivido varios episodios que nos recuerdan el verdadero peso de nuestras opiniones y preocupaciones. Por un lado tenemos un seguimiento diario de la propagación del coronavirus.

Contrasta con los datos del desempleo que reflejan una realidad que afecta a una población amplia. Ya sea por el paro, la precariedad o la dificultad de acceder al mercado laboral. Lo paradójico es que hay una mayor y más grave incidencia en la salud y mortandad de la ciudadanía por las cifras del paro que por el virus chino. Está mal el trabajo y muchos piensan que la verdadera epidemia vírica es que «de curro, na de na». Vamos, un curronavirus. Afortunadamente es un problema bacteriano así que tiene tratamiento.

Para eso están, gobierno y sindicatos, dispuestos a derogar lo peor de la reforma laboral, tras las vitaminas de esta semana en el BOE con la subida del salario mínimo. Otro ejemplo ha pasado en Cataluña. Las derechas siguen enfurruñadas tras la reunión de Sánchez con Torra, pero preocupan más allí las pretensiones centrífugas de Messi que las del presidente catalán. El diálogo avanza. La mejor señal es la eliminación de Copa del Madrid y Barcelona. El nacionalismo españolista y el independentismo catalanista han sufrido una seria derrota en la política del césped. Ni siquiera le han prestado mucho interés a la rendición de Breda Arrimadas, que ha enarbolado la bandera blanquinaranja para rendirse al PP y compartir listas electorales. Eso sí que es depresión sin consenso. Por lo demás la atención, como la respuesta, estuvo en el aire. No hay nada más que centre nuestro interés, y la de los medios de comunicación, que dos palabras en común: emoción y directo. Vimos y vivimos el incidente de Air Canadá con el interés que nos permite imaginarnos en esa situación, sin el riesgo de estar dentro. ¿Morbosos? Tranquilos, el final feliz permite expiar la culpabilidad. Cuando las preocupaciones sociales difieren de las reales, algo falla.

En Aragón nos distrae el Iván de Lambán. Pero el conflicto gordo lo publicaba el boletín oficial de nuestra comunidad el pasado jueves. La comisión bilateral Aragón-Estado negocia un acuerdo in extremis para evitar la guerra de los conejos. El control de la especie mañus cuniculus está a punto de llegar al Constitucional. Prepárense para lo peor. En Zaragoza, ya ha subido esta semana el precio del billete del transporte público.

Al menos nos llega una buena noticia. Se ha reabierto el Mercado, tan Central, que en su inauguración concitó al alcalde impulsor, Santisteve, con el impulsado Azcón. Se agradece la elegancia institucional. Algo que, como denuncia Pilar Alegría, ha olvidado el señor alcalde al utilizar su imagen en las elecciones de los barrios rurales que se celebran hoy. Sería bueno que la política se empapara del estilo elegante, modernista y participativo de nuestro Mercado y sus gentes. H *Psicólogo y escritor