Se corre el riesgo de que de tanto oír pronunciar en las últimas semanas la palabra democracia de tan diferentes bocas, el concepto pueda parecer un canto rodado, desgastado, o hasta un mero adorno que con su música ornamenta y da brillo a las más opuestas ideas y propuestas. Todos la pronuncian, todos se erigen en los verdaderos y únicos poseedores de su verdadero sentido y esencia, y si es verdad que la democracia es, por definición, de mirada ancha no lo es tanto como para que todo quepa. A juzgar por el uso --si no abuso-- con que en las redes sociales se trata el asunto se diría que se han apropiado de la democracia, codiciado juguete que todos quieren poseer en exclusiva. Pero las redes como dice Arias Maldonado son «inherentemente afectivas» o, dicho de otro modo, las redes son, casi siempre, un medio de expresión de emociones y no un canal para la deliberación. Emociones y razón forman parte de la condición humana y la humana condición es, como ya dijera Aristóteles, política. ¿Significa eso que en la emoción reside la legitimidad de las decisiones? Tal vez pueda ser así en el ámbito de la esfera privada pero no parece que esa sea la mejor opción en la gestión y manejo de la cosa pública. Porque, aunque a veces no lo parezca, la cosa pública sigue existiendo y no es precisamente el reducto de coincidencias de los que piensan como yo o sienten de modo igual o parecido a como yo lo hago. La cosa pública es la de todos, la de los unos y la de los otros, la de los que van conmigo y la de los que contra mí van. Así las cosas con tantas y tan desconcertantes idas y venidas me pregunto: ¿de quién es entonces la democracia? Y me percato que lo más cómodo es quedarse únicamente con esa parte de la misma que mejor satisfaga los propios intereses, despreciando y hasta renegando de aquellas otras porciones menos fáciles de manejar. Así, fragmentada, la democracia, tiene muchos novios. La completa, la que incluye todos sus principios, los aspectos más áridos junto a los más amables, esa, la que no resulta tan encantadora, la que incluso puede acabar siendo algo antipática porque no es nada fácil de dominar esa, en cambio, no parece tener tantos pretendientes.

Cansada de escuchar soflamas populistas hinchadas de un romanticismo que para seducir tergiversa y manipula; sofismas pseudopolíticos carentes del más mínimo sentido común, vuelvo mi vista al Derecho, sí esa parte más fatigosa y discreta de la democracia sobre la que descansa la arquitectura institucional, las relaciones sociales, la economía, la vida.

Y no es que trate de hacer una facilona apología de la ley por la ley sino de lo que la ley es, supone y representa. Allá por 1940 Piero Calamandrei, insigne jurista al que probablemente hoy no faltaría quien le adjudicase el calificativo de facha, pese a haber sido un infatigable antifascista, hablaba ya de una «crisis de incomprensión de la importancia del Derecho». ¡Si Calamandrei viera cómo nos sacude hoy esa crisis en nuestro país, no sé cómo la calificaría! Tengo para mí que ningunear al Derecho es lo mismo que ningunear a la Democracia que ensalza y encauza. No, no cabe desvincular Democracia y Derecho pues sin orden jurídico no hay seguridad, ni certeza ni atisbo de justicia. Aunque, bien pensado, quizás haya yo pecado de ingenua y el asunto pueda ser visto desde otra perspectiva en la que sí tiene sentido incautarse de una Democracia desprovista de Derecho y de derechos si a lo que en realidad se aspira no tiene que ver ni con la igualdad, ni con la libertad, ni con la justicia. H *Universidad de Zaragoza