Hace ahora 40 años, tuve el honor de votar favorablemente, en el Congreso de los Diputados, el proyecto de Constitución Española que, tras el referéndum que se celebraría a continuación, se convertiría en la norma suprema que ha presidido (y sigue presidiendo) la más larga etapa de libertad y bienestar que este país ha conocido a lo largo de su Historia. Felicidades.

Pero, como a cualquiera a quien le pasen 40 años por encima y con independencia de que se trate (como diría Joan Manuel Serrat) de artefactos, bestias, hombres o mujeres, nuestra Constitución precisaría pasar por talleres para una revisión y puesta a punto. Y no parece que esto lo discuta nadie. Unos opinan que solo necesita un repaso de chapa y pintura para lucir como nueva y otros son partidarios de una reparación más a fondo --incluso de un cambio de motor-- pero, si nos guiamos por lo que dicen estos y aquellos, tendremos que llegar a la conclusión de que existe unani-midad en la necesidad de una reforma constitucional.

Lo malo es que… ahí se acabó el consenso.

Y lo peor es que no parece que ninguno de los actores políticos que ocupan el escenario en estos tiempos tenga la menor intención de remediarlo. Y que los argu-mentos a favor de reformas limitadas y puntuales, o los que proponen cuestiones de mayor calado, se utilizan no para convencer al oponente o llegar a compromisos, sino a modo de garrote con el que se atiza en la cabeza a los del otro bando. Todo ello en medio de esta furiosa, polarizada y eterna campaña electoral en la que los partidos han convertido la convivencia democrática, haya elecciones a la vista o no. Me recuerda al famoso cuento: cuando nos despertamos de nuestra pesadilla cotidiana, de la bronca que ocupa cada día los periódicos, las radios, las televisiones y el Parlamento, el dinosaurio de la reforma constitucional sigue ahí. Lo mismo que el día anterior, sin que nadie se haya tomado la molestia de avanzar un centímetro para hacer posible lo que es necesario y, cada día empieza a ser más urgente.

Porque ya no se trata solo de algo tan obvio como que la sociedad actual no es la de hace cuarenta años, que existen realidades que no podíamos imaginar entonces, que llevamos más de treinta años formando parte de Europa y la Constitución aún no se ha enterado, que la conciencia de igualdad entre hombres y mujeres ha crecido hasta afectar también a la Corona… No, ahora hay asuntos de gran importancia que merecen una respuesta política.

Dos de ellos, al menos, afectan a ejes básicos de la Constitución. Uno figura nada menos que en su artículo 1, y reza así: La forma política del Estado español es la monarquía parlamentaria. Haría falta estar ciego para no ver que esa afirmación está puesta en tela de juicio por un sector numeroso de la sociedad, especialmente entre los más jóvenes (por lo que, además de ser numeroso, va en crecimiento). No es este el lugar donde buscar las causas del fenómeno, ni de comentar comportamientos poco ejemplares del anterior monarca o debatir sobre el mayor o menos carisma del actual. Ni siquiera de reconocer que la tradición monárquica siempre tuvo raíces poco profundas en nuestra sociedad… Diré, de paso, que me parece que hay asuntos más importantes y urgentes para la mayoría de los españoles que discutir sobre monarquía o república, pero sería bueno que al menos los partidos más importantes del Parlamento llegasen a un principio de acuerdo sobre la cuestión.

El otro problema me parece mucho más grave porque afecta a la organización territorial, lo que es tanto como decir a la médula de nuestra identidad como españoles y a la unidad del Estado. El problema catalán y el problema vasco (siempre latente) son evidencias de que la Constitución, con la creación del Estado de las Autonomías, proporcionó una solución temporal a los viejos conflictos territoriales, pero de ninguna manera los resolvió para siempre. Y ello con independencia de las motivaciones más o menos confesables de los independentistas, de los errores políticos cometidos (el desarrollo autonómico actual no se parece nada al propuesto por los redactores del proyecto) o de la ensordecedora propaganda que enturbia la realidad y la hace más peligrosa si ello es posible. Pero no son esos los únicos problemas. También son evi-dentes los impulsos recentralizadores que mueven a la derecha española, y también esas tensiones centrípetas ponen en cuestión la organización territorial, lo mismo que las tensiones centrífugas. Si queremos que el invento nos dure otros cuarenta años, no habrá más remedio que ponerse ya a la tarea de buscar una fórmula que, aunque no satisfaga del todo a nadie, dé salida a los conflictos más agudos. O, dicho de otra forma, hay que buscar y alcanzar acuerdos.

Pero pongamos los pies en la tierra. ¿Cómo se van a alcanzar los amplios acuerdos que se precisan para reformar el texto constitucional en un clima tan enrarecido como el que domina el panorama político en España? ¿Es imaginable que los pactos y concesiones que hicieron posible la democracia puedan reeditarse entre los actuales dirigentes de los partidos?

Mucho me temo que la respuesta es no. Desde que los protagonistas de la Transición abandonaron el primer plano, asistimos a un progresivo enconamiento de la política, en el que el adversario ha pasado a ser enemigo (y al enemigo, ni agua). Las propuestas de uno son rechazadas por los demás entre grandes aspavientos y el menor atisbo de buscar un entendimiento con otros es calificado como traición. Las ideas (a veces modestas, pero útiles) han dejado paso a los grandes principios y las conce-siones entre rivales políticos se consideran la aceptación de un chantaje. En una palabra, la política se dirige hoy más a las tripas de los votantes que a su intelecto, y de esa forma se hacen imposibles el debate racional y los acuerdos sensatos.

En estas condiciones, lo único que se me ocurre cuando oigo a unos y a otros hablar de la reforma de la Constitución es una pregunta: ¿de qué reforma hablamos?

Todos coincidimos en que es necesaria y urgente. Pero creo que lo importante es recuperar el clima de diálogo. Volver a hacer política de las cosas y no someter las cosas a la conveniencia política de cada cual. Recuperar la política que puso los intereses del país delante de los de cada partido. Esto es lo importante si queremos una reforma de la Constitución que dure otra generación. <b>*Diputado constituyente</b>