Cada elección nos pasa lo mismo: a través de las encuestas y sondeos, la opinión pública se muestra partidaria de que haya un debate televisado entre los dos candidatos principales; los medios de comunicación lo reclaman; los observadores independientes consideran que su celebración es democráticamente necesaria... Pero ante cada elección, primero el candidato favorito rechaza la fórmula del debate a dos (se escuda en que eso desaira a los demás cabezas de lista) y, además, luego da pocas facilidades para un todos contra todos con el argumento de que en esa fórmula los demás candidatos acaban uniéndose contra él.

Nuestros gobernantes hablan mucho de lo mediática que es la sociedad moderna y de la conveniencia de que sus argumentos lleguen con nitidez a los electores. Pero cuando tienen la posibilidad de transmitirlos de esa manera, sin intermediarios, en confrontación intelectual con su posible alternativa, se arrugan, aunque hayan dicho en el pasado que están a favor de la transparencia y los debates. Es una traición a los votantes que desean conocerles de cerca. En el fondo, los que se niegan a esos debates adulteran las reglas de juego no escritas y el espíritu de la verdadera democracia.