Es curioso: mientras en las Españas siguen sucediendo (o sabiéndose que sucedieron) cosas tremendas que nos ilustran sobre la degradación del sistema y la naturaleza corrupta de buena parte del establishment, existe una notable tendencia a establecer ruidosos y obsesivos debates públicos sobre temas menores, auténticas chorradas que jamás debieran transcender los anecdotarios o los breves. Supongo que tal circunstancia tiene que ver con dos fenómenos coincidentes. Uno es la traslación a las tertulias políticas del modelo creado por las salsas rosas y los chiringuitos de jugones: todo por el espectáculo. Otro aún es más obvio: la aparición de Podemos.

De esta forma, los medios audiovisuales, pero también la prensa, han acabado sacándole punta a la cocacola del uno, el acondicionador de pelo del otro, los desplantes de Monedero, el tramabús o la jota que cantaba Echenique. No digo que algunos de tales sucedidos no tengan su retranca. Pero chirrían al compartir titulares con estafas superlativas, enormes e impunes robos al erario, escándalos, imputaciones y otras barbaridades (¡que tenemos a dos exvicepresidentes del Gobierno a punto de caramelo!). Aunque, claro, es más fácil polemizar sobre cuestiones simples y accesibles como la compra-venta de una VPO, que sobre la evolución del rescate bancario o sobre la ruina de tantas cajas de ahorro (que por cierto no se debió solo a los sueldazos de sus directivos, sino sobre todo a oscuras operaciones de riesgo).

Por otra parte, Podemos es un partido prácticamente virgen. Apenas ha podido hacer el tonto en algunos grandes ayuntamientos y en modo alguno es responsable de los desastres que aquejan a la administración del interés público. O sea, que para meterle caña hay que sacar punta a cualquier cosa o memez que tenga que ver con sus dirigentes, cuadros, militantes y perroflautas en general. Así, incluso ha surgido un curioso argumento para el debate: es preferible --decía Marhuenda-- que gobiernen los corruptos a que lo hagan los populistas. Y en estas andamos.