¿Cómo somos, hablando desde un punto de vista colectivo? ¿Cómo nos vería un extraterrestre transportado a la sociedad española de este tiempo, observando los asuntos que destacan en los medios y las redes sociales como objeto de preocupación o controversia? Pensaba en ello durante un reciente debate sobre los deberes escolares, del que nuestro imaginario visitante habría podido deducir, creo yo, algunas conclusiones jugosas.

Para empezar, seguramente le habría producido una cierta perplejidad nuestra propensión a irnos de lo esencial a lo periférico. Hablemos un poco de lo primero: nuestro país tiene el récord europeo en abandono precoz de la educación posobligatoria, lo que hace normal que aparezcamos en el puesto 23 entre 24 países analizados por la OCDE en la cifra de población adulta que presenta niveles altos de cualificación.

Son pésimos datos, fallos importantes de nuestro sistema educativo. Sin embargo, preferimos que nuestro debate público fluya altisonante por los meandros de las clases de religión, el antagonismo entre pública y concertada o las identidades lingüísticas, mientras lo decisivo, aquello con lo que nos jugamos el futuro, queda olvidado o pospuesto. Y ahora, la historia de los deberes para abundar en esa ancestral afición nuestra a tomar el rábano por las hojas.

Y no nos andamos con chiquitas. La CEAPA llamaba nada menos que a una huelga de familias contra los deberes. No les temblaba el pulso a la hora de desautorizar ante sus hijos a los maestros que se los habían prescrito. Una señal de cómo algunos padres -bastantes, al parecer- conciben su rol educativo y el de la escuela. Los españoles, deduciría tal vez el observador extraterrestre, están por evitar a toda costa a sus hijos una carga de esfuerzo que los incomode, especialmente si son ellos mismos -los padres- los que deben gestionarla.

Han externalizado a la escuela el papel de poli malo, a condición de que sus niveles de exigencia no creen frustraciones en los alumnos. Y menos si ese riesgo se traslada al ámbito familiar que debe ser preservado como espacio amable, lúdico y protector. No parece preocuparles que todo ello pueda crear en los estudiantes carencias de aprendizaje.

El resultado es previsible. Como en la película de Josh Sugarman, sus trophy kids (literalmente, niños-trofeo) sufrirán tal vez dolorosos ajustes de expectativas cuando deban afrontar entornos laborales y sociales difíciles, pero se habrán presentado en ellos, eso sí, con la autoestima bien alta.

¿Es lógico que este asunto llegue -como ha ocurrido- al Parlamento? Podría pensarse que son cuestiones que debieran solventarse más bien en las familias, las reuniones de padres, los comités pedagógicos o los consejos escolares, donde lo peculiar de cada situación podría ser analizado y cabría gestionar los acuerdos entre los directamente afectados. Pero no. Nuestro alienígena deberá tomar buena nota: los españoles preferimos que sean nuestros representantes políticos -para eso están- quienes se hagan cargo de asuntos como este y nos los mastiquen, como ablanda la madre pelícano el alimento de su retoño para hacérselo digerible.

Es cómodo que la política procese la cuestión y nos la devuelva, convenientemente simplificada, borrados los matices y las zonas de sombra, reducida preferentemente a una disyuntiva binaria, televisada y amplificada por medios y redes, directamente a nuestros sofás. Como diría Ronald Heifetz, de Harvard, nos encandilan los liderazgos que nos evitan el trabajo.

Y, claro, nuestros políticos están encantados. Les permite hacer aquello para lo que se sienten mejor dotados: transformar lo complejo en simple (ahora, a esta clase de alquimia se la llama «construir un relato») y canalizar las soluciones a través del BOE. No se cambia la sociedad por decreto, observaba Crozier.

A estas alturas, todos sabemos que los problemas que pueden resolverse a golpe de regulaciones son más bien escasos, y el de los deberes escolares (suponiendo que lo sea) no es uno de ellos. Limitar por ley el tiempo que debe dedicárseles -que es de lo que se ha estado hablando- no es sino crear una de tantas obligaciones sin sanción, cuyo cumplimiento nadie estará en condiciones de asegurar ni controlar. Un brindis al sol, sí, pero qué bien se adapta a ese reparto de roles en el que unos hacen como que arreglan las cosas y otros, liberados de la responsabilidad de afrontar el problema, hacemos como que nos lo creemos.

*Centro de Gobernanza Pública de Esade Bisiness and Law School