Al final, la clase trabajadora, la fetén, la que se convirtió en motor de la Historia a mediados del siglo XIX, alcanzó la gloria revolucionaria en las primeras décadas del XX e imprimió su sello a esa misma centuria... no va a desaparecer como consecuencia de ninguna utopía social, sino arrastrada por el irremisible final del fordismo. El proletariado industrial se desdibuja al igual que su clase antagónica, la burguesía, en una posmodernidad donde las masas se han subdividido en incontables grupos carentes de conciencia de clase, y donde la tecnología ya no provee de herramientas más eficaces al operario sino que lo sustituye por robots dotados, cada vez más, de inteligencia artificial.

Los sindicatos languidecen no sólo como resultado de su burocratización, o (en España) malas prácticas, corruptelas y ausencia de auténtica democracia interna. Lo decisivo es que son organismos propios de la Edad Contemporánea, y se van con ella o habrán de reinventarse como pendolistas de un scriptorium medieval reconvertidos en impresores renacentistas. Ese fenómeno lo captamos muy bien los periodistas, porque nuestra profesión (en su versión clásica) también zozobra sin remedio en el inmenso océano de la comunicación on line. Nuestra época pasó y ahora llega un tiempo nuevo en el que nada será igual.

Sumida en la decadencia, la clase trabajadora occidental, la antigua aristocracia obrera, se siente tentada por el parafascismo trumpista o lepenista, o se aferra al sueño revolucionario convertido actualmente en pura alucinación. La socialdemocracia hace mutis por el foro, después de medio siglo triunfal.

La gran pregunta es cómo podrán defenderse las hoy complejas clases medias (complejas pero mayoritariamente asalariadas) si han de negociar sus derechos individualmente, sin organización, sin apenas proyección colectiva, sin referentes políticos. Mientras, Comisiones Obreras, UGT y los otros han celebrado el ritual de otro 1 de Mayo, cual si conmemorasen en una efeméride lo que fueron antaño. ¡Ay!