Viví en Bilbao del año 85 al 90, en lo más duro de los años del plomo. Los guardias civiles que vivían en el cuartel de La Salve entraban y salían conscientes de que eran vigilados y que su integridad física corría serio peligro. En aquellos tiempos en los que en el carné de identidad se ponía la profesión, en la de los guardias civiles destinados en el País Vasco figuraban oficios como albañil o electricista. La sociedad civil, salvo cuatro héroes de Gesto por la Paz que se reunían cada vez que había un atentado en la plaza de Deusto para demostrar su rechazo a la violencia, era ajena a ese apartheid al que se sometía a las fuerzas de seguridad, pero también a ciertos políticos o a cualquier otro sospechoso de españolismo. Creía que nunca volvería a vivir aquello. Hasta hoy. No me preocupa la turba que siempre introduce el factor violencia en cualquier movimiento de masas. Me preocupan esos millones de votantes que, poseídos por el espíritu kumbayá, fueron a votar para ejercer lo que consideran su derecho democrático. No entro en esa cuestión. Lo que me preocupa, les decía, es el silencio de esos mismos votantes ante las intimidaciones a los que no son de su cuerda. Es muy fácil deslizarse por la pendiente del «no va conmigo». El País Vasco lo hizo durante décadas, y hoy, libros como Patria, de Aramburu, nos recuerdan que el silencio es tan dañino como la agresión directa. Ya lo viví, y no quiero volver a vivirlo. Cataluña está ofendida con España. Pues muy bien. Yo, hoy, estoy muy decepcionada con buena parte de Cataluña.

*Periodista