Es todo un arte el arrancar una sonrisa desde la dedicatoria del libro, en el mismo inicio o preámbulo del mismo. Lo pensaba el otro día con la genial dedicatoria de Woody Allen en su autobiografía A propósito de nada: «Para Soon-yi, la mejor. La tenía comiendo de la mano y de pronto noté que me faltaba el brazo». Tras la carcajada inesperada, me vinieron de súbito a la cabeza, como en una espiral caleidoscópica, toda una serie de dedicatorias literarias que a lo largo de mi vida lectora me han conseguido alegrar y emocionar, superponiéndose en la mente unas a otras como dicen que ocurre en los últimos segundos de existencia.

Por ejemplo, la de Frederick Forsyth en la novela El cuarto protocolo: «A Shane Richard, de 5 años, sin cuyas amables atenciones este libro se habría escrito en la mitad de tiempo». Me produce asimismo mucha ternura la del escritor Mario Levrero en Dejen todo en mis manos: «La existencia de esta novelita ha sido posible por el generoso y paciente apoyo de mi esposa Alicia, a quien por ello el lector no debe juzgar demasiado severamente».

Es tremenda y maravillosa la de David G. Panadero en el libro Terror en píldoras. Las películas episódicas de terror: «A mi padre, que nunca quiso ver estas películas. A mi madre, que las veía solo por estar conmigo». Entrañables también los agradecimientos al marido de la autora Gillian Flynn en su turbadora novela Lugares oscuros: «¿Qué puedo decir de un hombre que sabe cómo pienso y aun así duerme a mi lado con la luz apagada?».

Y para acabar, la breve y demoledora dedicatoria de Mark Z. Danielewski en su estupenda La casa de hojas: «Esto no es para ti».

Pero se equivocaba, afortunadamente: claro que era para mí.