Hace unos días, en un programa televisivo de máxima audiencia, un grupo de periodistas debatía sobre cuál es el mejor modo posible de enfocar una cobertura tan polémica como la del juicio de los líderes independentistas. En conjunto, todos admitían que hay tantos tratamientos posibles como líneas editoriales, algo que resulta difícil de objetar. Sin embargo, algunos de ellos, tras desempeñar cargos de la máxima responsabilidad en sus empresas, llegaban al extremo de afirmar que la objetividad, simplemente, no existe. Este aserto, lejos de representar una posición minoritaria, se ha convertido en un lugar común. Sin una verdad objetivable, todo está teñido por el filtro de la subjetividad; incluso los hechos, que en la tradición anglosajona son «sagrados», frente a unas opiniones más «libres».

La batalla entre relativismo y realismo es un pleito viejo que se remonta a los orígenes del pensamiento. Aristóteles, en su pugna con los sofistas, frente a su negativa a afirmar nada, llegó a recomendarles el silencio de las plantas. Pero, como los seres humanos tenemos la necesidad imperiosa de comunicarnos, al final acabamos transmitiendo una visión del mundo con la esperanza de que trascienda el límite de las palabras. Incluso un pragmático como Richard Rorty admite en Objetividad, realismo y verdad que la búsqueda de una verdad compartida acaba funcionando como desiderata de toda comunicación. Así ha sido también en el periodismo, donde ese anhelo ha presidido el afán por dejar de lado prejuicios, intereses y presiones. La renuncia explícita al frontispicio de la objetividad supone, en la práctica, apagar la luz de las redacciones y dejar a los profesionales solos con el reflejo de sus pantallas al albur del sesgo más propicio.

Buena muestra de ello es la proliferación del activismo en la profesión. El periodista, liberado de la «verdad objetiva» puede entregarse así a una causa --sea esta la justicia social, el bien de la nación o cualquiera otra--, cuando no a la simple persecución del éxito y el reconocimiento personal. Sin ir más lejos, la pasada semana el ministro de Exteriores, Josep Borrell, se enfrentó a una entrevista paradigmática en un espacio alemán que lleva por ilustrativo título Zona de conflicto. En ella, un periodista británico, Tim Sebastian, desplegó una panoplia de preguntas incisivas con el denominador común del conflicto entre Cataluña y España. En un determinado momento, Borrell amagó con abandonar el plató, en un error impropio de alguien que ostenta su responsabilidad. Sin embargo, la denuncia del de la Pobla de Segur era pertinente: el periodista había renunciado a reflejar los diferentes puntos de vista para abrazar un argumentario falaz. No existe, ni en el CIS ni en ninguna otra encuesta oficial, un consenso del 70% en torno a la reforma de la Constitución para cambiar el sistema territorial (por no entrar ya en otras cuestiones como las aguas de Gibraltar, donde Sebastian ha sido desmentido por una de sus citas, por el diplomático José Antonio Yturriaga). Lamentablemente, algunos profesionales han alcanzado notoriedad elevando el género de la entrevista a la categoría de asalto en un cruce de caminos, donde un mal lance puede acabar con la reputación del entrevistado.

Durante los últimos días, el caso de Juana Rivas --la madre granadina que se fugó con sus dos hijos en el verano del 2016 escapando de un marido maltratador-- ha vuelto a los periódicos. Una vez que la Justicia italiana ha concedido la custodia de los pequeños al padre y la española ha condenado en primera instancia a la madre, ha acabado apareciendo el parte de lesiones realizado a Francesco Arcuri tras ser detenido en el 2009. Podrá alegarse que se trata de un intento de reparar, a toro pasado, la falta de objetividad de una cobertura marcada por un determinado clima social que llegó a movilizar a millares de personas y a deca-ntar la opinión de muchos líderes políticos. Sin embargo, un análisis aséptico de los hechos revela una realidad más inquietante tras esta filtración: la principal novedad, entre una información y otra, ha sido el cambio político al frente de la Junta. Allá por el lejano siglo II a.C., Terencio advertía que el «servilismo produce amigos; la verdad, odio».

*Periodista