En mi casa no se insultaba, tampoco se usaban palabras gruesas. Uno tenía derecho a decir todas las brutalidades que deseara pero utilizando un lenguaje correcto, sin levantar la voz. Escuché a mi abuela y a mi niñera amenazar a mi hermano con lavarle la boca con jabón por proferir palabrotas sin importancia; yo deseaba ardientemente que lo hicieran, pero nunca ocurrió. Me parece lógico que los niños, al descubrir las infinitas posibilidades del lenguaje, jueguen con él como lo harían con plastilina. Me troncho cada vez que mi delicada ahijada, Nina, de cinco años, con tirabuzones color miel y rostro de gata, suelta una palabrota. La última vez sucedió al ver el biquini de fin de año de Cristina Pedroche. Fue lo más divertido de la noche aunque creo que a sus padres no les hizo mucha gracia. Mi madre solo toleraba las palabrotas en algunas mujeres que según ella las utilizaban como instrumento de rebeldía y de afirmación. Supongo que le causaría cierta sorpresa ver que, cuarenta años después, algunas se siguen sintiendo más realizadas por utilizar palabras como «coño», «polla», etc. También algunos hombres utilizaban y utilizan esos vocablos (y «cojones», «huevos», «maricón», etcétera) para reafirmar su virilidad y dar más vigor a sus discursos. El mundo, como las personas, tarda en cambiar, pero de repente, un día, da un vuelco y ya es otro. Súbitamente para la mayoría de la gente es aceptable insultar, todo el mundo insulta. Solo la calle parece estar un poco a salvo de esta tendencia tan molesta. Nuestra hiperconectada casa se puede convertir en cualquier momento, con solo encender el ordenador, en un bar de furiosos. La calle se ha convertido para algunos de nosotros en un nuevo hogar (tal vez siempre lo fue), allí sigue resultando chocante oír a dos personas insultándose y la tendencia natural es siempre a poner paz y a calmar los ánimos. ¿No podríamos intentar decir exactamente lo mismo que decimos pero sin utilizar insultos? Tal vez ese sería un buen propósito de año nuevo: dejar de insultar.

*Escritora