Hay realidades que parecen distópicas. Viendo la situación de las mujeres en Irán, parecería que Margaret Atwood se quedó corta con su Cuento de la criada. Mojgan Keshavarz, Monireh Arabshahi y Yasmina Aryani han sido condenadas a un total de 55 años de prisión por destaparse la cabeza dentro del vagón de un metro. No es más que el último despropósito del régimen de los ayatolás. Las iranís son sistemáticamente violentadas, sometidas a un régimen inhumano, discriminadas en todos los ámbitos de la vida desde 1979, año de la revolución islámica. Hay que leer a Azar Nafisi, Nazanin Armanian o Négar Djavadi para entender desde dentro lo que supuso el advenimiento del oscurantismo religioso que caracteriza el régimen. El coraje de las iranís, su resistencia y capacidad de lucha continuada es admirable y un ejemplo de feminismo.

En Irán la prisión es visible, las leyes se ven a simple vista, los barrotes son palpables, pero en otros sitios las normas que discriminan a las mujeres son más difíciles de detectar. El machismo tiene una capacidad de adaptación increíble y, a veces, halla los cómplices más inesperados.

No es a kilómetros de distancia, es aquí donde miles de mujeres tienen que conquistar cada centímetro de libertad: nadar en una piscina, tomar el sol en la playa, sentir el viento en el pelo, viajar solas, salir de noche, comer fuera de casa, ir a bailar o cantar, vestirse como quieran, sentarse en una terraza y tomarse una caña o brindar con un buen vino, degustar un buen jamón, tener amigos e ir juntos por la calle o quedar solos en casa, decidir sobre la propia vida sexual.

La libertad no es un concepto abstracto alejado de la realidad. La libertad, como dice una conocida frase, es una práctica cotidiana. Transgredir las normas para pisar estas pequeñas parcelas de libertad supone, como mínimo, cargar con una pesada culpa o, en muchos casos, ser juzgadas, castigadas, violentadas, expulsadas del grupo de pertenencia, condenadas al desarraigo y la soledad.

Estaría bien que las mujeres en estas situaciones pudieran hablar públicamente de su sufrimiento sin ser silenciadas una y otra vez: por quienes pertenecen al mismo grupo, por teólogos y guardianes de la moral, pero también por otras mujeres que niegan su malestar y ahora (¡qué mundo!) también por personas completamente ajenas a su realidad. H *Escritora