Es grato observar a la gente desde una atalaya privilegiada, como el banco de un parque, y leer en rostros y actitudes sus porqués e inquietudes, anhelos y zozobras. Todo lo que, en definitiva, nos mueve por la existencia.

"Cuánto perro y qué poco niño", afirma un anciano, a lo que su compañera responde: "Fíjate, fíjate en esos, cómo se pelean. Y sus dueños, vete a saber". Entre tanto, un ciclista pasa por delante, acompañado de su animal atado y con la lengua fuera; un poco más allá, una madre se desespera ante la visión de su vástago rodeado de excrementos: "Haga el favor de controlar a su perro", le grita a alguien cercano, quien permanece indiferente. "Tiene que llevarlo atado" protesta ella una vez más. "Y por qué no ata usted a su niño", obtiene por fin como educada respuesta. Mientras pienso que a muchos seres humanos les gustaría llevar una vida de perros, la pareja octogenaria fija su atención en un corrillo de muchachos, cuyos balonazos descontrolados amenazan la estabilidad de otro viandante de elevada edad, que camina con forzada parsimonia apoyado en su báculo. "Cada día se ven menos ancianos en el parque" dice él; "Es porque ya no se atreven a salir --se lamenta ella--. La gente mayor estamos de más. Ahora, el mundo es de los jóvenes y no tenemos sitio. ¿Recuerdas que cuando teníamos su edad, nos pusieron una multa por besarnos en el parque? Y, ahora, fíjate los botellones que organizan cada fin de semana". Creo que, simplemente, se trata de una cuestión de civismo, basado en el convencimiento de que también los demás tienen sus derechos. Ese comportamiento tan propio de la Europa civilizada y que, al parecer, nunca incluimos en nuestras aspiraciones de europerizarnos. Escritora