Especialmente en la vieja Europa desde mucho tiempo atrás la impaciencia por la igualdad y la idealización de la política han estado vinculadas. En ese afán de corregir las desigualdades no justas o no justificadas los europeos depositaron en manos de sus representantes la gestión de los obstáculos.

Me refiero, claro está, al revolucionario siglo XVIII pero también a todo cuanto vino después a resultas de aquellos tiempos. No creo que ni entonces ni después los hombres y mujeres que poblaban Europa imaginasen que en un momento del camino las palabras, y con ellas las ideas a las que daban sonido, pudieran sufrir profundas erosiones como consecuencia del envite del tiempo y las embestidas de algunas barbaries disfrazadas de civilidad y pienso, por ejemplo, en la Segunda Guerra Mundial, pero también en la primera.

Supongo que en ningún momento atisbaron la posibilidad de que el lenguaje se convirtiera en su enemigo y no a un enemigo más sino en el más sencillo y por ello poderoso a la vez. Me refiero a que los discursos, intervenciones, propuestas y promesas electorales están hoy plagadas no de mentiras sino de cáscaras vacías. La mentira implica que tras un mensaje se oculta otro diferente al manifiesto y reconocido. En el caso de las mentiras habría pues dos ideas: la pronunciada y falsa frente a la oculta y verdadera. Pero no, no pensaba en eso que también se da pero que tengo por más fácilmente demostrable y en el «mejor» de los casos podría llegar a ser constitutivo de delito (s) o aun de infracción y por tanto perseguible y respondido por el Derecho. Pensaba en otro tipo de acción más sutil y productiva en manos de políticos aunque no solo de ellos, pensaba en la extendida estrategia de las palabras vacías, demasiadas palabras vacías que como un mantra se repiten y repiten sin que nadie sepa a qué puedan hacer referencia pues han pasado a convertirse en cáscaras vacías, meros envoltorios de aire o humo a rellenar, según interese, de una cosa o justo su contraria incluso, llegado el caso, de ambas a la vez. Sirvan como ejemplo de ello palabras como generosidad o responsabilidad. Así, intuyo que cuando a menudo se alude al término generosidad o, por mejor decir, a su ausencia, se reprocha al contrario el no hacer exactamente lo que a quien la pronuncia convendría que hiciera. Es decir, se es generoso cuando el otro, el contrincante político, hace lo que a mi estrategia más interesa y, en consecuencia, ese oponente no es generoso cuando solo sigue y persigue su propia y única utilidad. Algo parecido temo que pasa con la responsabilidad. Se es responsable cuando se actúa cuando y según beneficia al otro, de modo y manera que el verdaderamente responsable se aviene a la protección y defensa de lo que más aprovecha a su rival. Así las cosas, huecos de sentido, virtudes y principios tan axiales como la generosidad y la responsabilidad lo que pueda suceder a otros no es demasiado difícil de vaticinar. Se corre el grave riesgo de deshabitar nociones tan importantes como esas y contribuir con ello a la erosión de un sistema como el nuestro, el democrático, cuya legitimidad también descansa en la confianza en sus palabras.H

*Filosofía del Derecho. Univ. de Zaragoza