Para Bernard Manin en Los principios del gobierno representativo son 3 las etapas evolutivas de la democracia contemporánea representativa. La primera, la «democracia parlamentaria», que correspondería con la primera ola democratizadora descrita por Huntington, que va de 1828, con las primeras leyes electorales de los Estados Unidos, hasta 1926, cuando nacieron 33 democracias de tipo liberal en Europa occidental y en América del Norte y del Sur.

Esta democracia «parlamentaria» para Manin estará protagonizada por los «notables locales» o «caciques españoles», que alcanzan su escaño en circunscripciones unipersonales que trocean el territorio electoral. Estos notables son los líderes de opinión y gozan de la confianza personal de sus electores, con los que se relacionan directamente sin mediación partidaria, lo que les da autonomía respecto a los «partidos de cuadros», que solo sirven de organización logística. Este arraigo local de los representantes electos supone que autogestionan su propia campaña sin más ayuda que la prensa local.

Tras la industrialización y urbanización de la primera mitad del XIX, que generó la «sociedad de masas», ese modelo «parlamentario» dio paso a la «democracia de partidos», que coincidiría con la segunda ola democratizadora de Huntington, que iría desde 1942 a 1964. Este nuevo modelo es dirigido por las cúpulas de los grandes «partidos de masas», que representan a las clases sociales, cuyo primer ejemplo fue el Partido Socialdemócrata Alemán (SPD), fundado en 1863. Ahora los representantes parlamentarios ya no son «notables», sino burócratas de partido a los que sus electores no conocen personalmente, pero les votan al identificarse con ellos por ser de una misma clase social. La representación política por afinidad local fue sustituida por la de clase social. La estructura social determina la composición del voto, pues los obreros votan al partido laborista o socialdemócrata y los propietarios al conservador o cristiano-demócrata. Las campañas son a nivel nacional, diseñadas por las cúpulas de los partidos y como canal de propaganda la prensa sindical, patronal o de partido de gran tirada. Hay un compromiso de autolimitar el poder de la mayoría para contar con la minoría, favorecido por sistemas electorales proporcionales, que exigen negociar gobiernos consociativos de consenso multipartidista, así como acuerdos corporativos entre patronal y sindicatos. Estos compromisos garantizan el buen funcionamiento de esta democracia, así como el desarrollo del Estado de bienestar.

Luego vino la «democracia de audiencia», que coincidiría con la tercera oleada democratizadora de Huntington, de mitad de los 70, con la democracia en Portugal y España, hasta la década de los 90 con su implantación en los antiguos países de Europa oriental tras la caída de la URSS.

Esta nueva democracia de audiencia se explica porque hay una búsqueda de las máximas audiencias mediáticas, hoy indispensables para tener éxito electoral. Sartori la llama «vídeo-democracia». Para Manin el verdadero significado se debe a una inversión del sentido direccional entre representantes y representados. En la de «partidos», el representante responde a las demandas de sus representados, que están prefijadas de antemano por su posición en una clase social. En la de «audiencia», en la sociedad postindustrial surgida tras la crisis de los 70 donde los ciudadanos se han individualizado tras desanclarse de la clase a la que se sentían vinculados, se invierte el vector de representación: ahora es «la audiencia» de electores volátiles, la que responde a las ofertas que les hacen los candidatos.

La clave ahora reside en que retorna el carácter personalizado de la relación entre representantes y representados, como en el primer modelo de democracia «parlamentaria». Ahora los representados depositan su confianza no ya en los partidos políticos, con los que se identifican cada vez menos por haberles decepcionado, sino en la personalidad del candidato, solo y conocida masivamente por los medios. Sin importarles cuál sea su partido o que no lo tengan, dado el vertiginoso incremento de la volatilidad electoral, en tiempos de descrédito de los partidos y desafección política. Es el triunfo de la personalización de la política. Confían tan solo en líderes nacionales que solo conocen por televisión.

Se entiende el concepto de «democracia de audiencia», al referirse al predominio político de los medios de comunicación para alcanzar las mayores audiencias. Hoy, la lucha por el poder ya no se ventila entre partidos que debaten en el Parlamento, sino entre candidatos que, más que debatir, sus diálogos son de sordos, actúan en las redes y los platós de televisión, a base de actuaciones espectaculares. Ya no tienen influencia los tradicionales mediadores políticos, como sindicatos o partidos, suplantada por la creciente influencia los medios, que sirven de canal de comunicación directa entre representantes y representados, que ya no se sienten identificados por clase o posición social, sino en la cambiante afinidad emocional fabricada a base de imágenes audiovisuales. Esto convierte la democracia de audiencia en un campo de batalla por la reputación mediática, pues los competidores se preocupan menos en construir su propia imagen que en destrozar la de sus rivales a fuerza de insultos, mentiras.

*Profesor de instituto