El adjetivo inclusivo y el sustantivo inclusión se pusieron de moda hace alrededor de veinte años y, según demuestra su aparición en los medios de comunicación, continúa con la misma fuerza ideológica que en su inicio. Personalmente, no estoy muy de acuerdo con esa terminología, cuando se aplica a las ciencias sociales, debido a que me parece demasiado neutra y en ciertos contextos hasta peligrosa. El espectro humano que se considera concernido por la inclusión social es inmensamente amplio. Sin embargo, en este artículo solo me centraré en la problemática de las personas con algún tipo de discapacidad. No por ser el grupo más importante, sino porque es al que he dedicado toda mi vida profesional y, por lo tanto, es el que mejor conozco.

En el ámbito de las políticas públicas esa inclusión es fácil de lograr con solo modificar la legislación. El ejemplo más paradigmático de que eso es así es el relacionado con las políticas educativas. Fue suficiente la aprobación de una nueva ley que obligaba a los colegios ordinarios a incluir en sus aulas a los alumnos con algún tipo de discapacidad para que desde un punto de vista cuantitativo se hiciera realidad el principio de la inclusividad. En cambio, resulta mucho más complicado de aplicar en el ámbito de lo privado, donde se puede comprobar que, a pesar de la existencia de leyes que incentivan la inclusión de las personas marginadas, el principio no se cumple ni siquiera de manera cuantitativa.

Hoy en día, gracias a la existencia en la mayor parte de los países de políticas favorecedoras de la inclusión de los grupos marginados en la corriente principal (meanstreaming), se puede afirmar que ese principio se ha cumplido de forma cuantitativa en muchos órdenes de la vida. Es obvio que la condición necesaria de las políticas inclusivas es la inclusión de los grupos marginados y marginales en el funcionamiento normalizado de la sociedad. Sin embargo, no es una condición suficiente. El reduccionismo de esa condición se comprueba fácilmente analizando el proceso seguido en la escolarización de los alumnos con discapacidad en los colegios ordinarios. Como ha ocurrido siempre, en lugar de ser los colegios los que se adapten a las necesidades especiales de esos niños, también ahora son estos alumnos quienes tienen que adaptarse a las exigencias de los colegios, derivadas de una organización escolar excesivamente rígida y basada en mitos. Es ese olvido de la dimensión cualitativa de la inclusividad lo que explica que cada vez haya más investigaciones cuyos resultados demuestran que el rendimiento escolar de los alumnos con discapacidad intelectual es menor en los colegios ordinarios que en los clásicos colegios especiales.

Me resulta extraño que sea el ámbito parlamentario donde los gobiernos han hecho menos en favor de la inclusión de las personas con discapacidad, a pesar de ser esta esfera sociológica donde habría que hacer menos adaptaciones. En el caso de las personas con problemas motóricos, solo se requiere suprimir las barreras arquitectónicas en los edificios públicos destinados a la labor legisladora. En el de las personas con dificultades sensoriales, las adaptaciones son bien fáciles y poco costosas (generalización del braille en todos los documentos escritos y traducción al lenguaje de signos en la comunicación oral). Y en el caso de las personas con discapacidad cognitiva, no habría que hacer ninguna adaptación ambiental. A lo sumo, sería necesario que los parlamentarios utilizasen un lenguaje más preciso y menos farragoso que el que suele ser habitual en los portavoces de los partidos.

No creo que nadie esté en desacuerdo con que haya una participación superior a la actual de personas con discapacidad sensorial o motórica en las concejalías y en los escaños parlamentarios. En cambio, es posible que alguien no vea claro que puedan formar parte de la vida parlamentaria las personas con discapacidad intelectual. Es fundamental no perder de vista que muchas de esas personas participan activamente en los procesos electorales. Si están capacitadas para participar en la elección de un presidente de gobierno, o de otros cargos políticos, es lógico suponer que también lo están para ser elegidas concejalas y parlamentarias, máxime cuando una buena parte de los parlamentarios rasos, también llamados vulgarmente «culiparlantes», se limitan a pasar un montón de horas sentados en sus escaños y a pulsar el botón que le indican sus jefes a lo hora de votar. Tampoco se debe olvidar que hay un número significativo de personas con síndrome de Down que tienen carreras universitarias y que están triunfando en el mundo de la interpretación cinematográfica.

Por todo ello, considero imprescindible la aprobación de una ley que obligue a todos los partidos políticos a incluir en sus listas electorales un porcentaje de personas con discapacidad, que tengan la condición legal de votantes, como mínimo semejante al que hoy se exige en la convocatoria de oposiciones para poder ser funcionario público. Como es lógico, habrá una parte de los votantes que castigarán a aquellos partidos que se limiten a cumplir ese precepto inclusivo colocando a esas personas en sus listas en lugares donde estadísticamente hablando no tienen ninguna posibilidad de ser elegidas. Y, por supuesto, habrá otra parte del cuerpo electoral que premie con sus votos a los partidos que empleen esa estratagema para dar la impresión de que creen en la inclusividad social de las personas con algún tipo de discapacidad, cuando en realidad están en contra. H<b>*C</b>atedrático jubilado. Universidad de Zaragoza