En varios de sus trabajos Zigmunt Bauman calificaba nuestro mundo como «mundo líquido». La metáfora, extendida a las más diversas disciplinas, ha permeado por todo Occidente. Puestos a buscar un líquido con el comparar o identificar la democracia yo me quedo con el agua. Conscientes de su presencia imprescindible, el agua ha sido venerada desde la noche de los tiempos. La de la lluvia que cae y cala, la de los mares, océanos, ríos y lagos... Incluso la embarrada de los charcos, común pequeño regalo inesperado de la infancia: el agua como símbolo de vida. Pero no siempre el agua es sinónimo de vida, a veces con ella llega la destrucción, la imposición de la desgracia, el miedo, el horror y hasta la muerte: monzones, tsunamis, envuelta con el aire tempestuoso de los huracanes o con el calor húmedo y atropellado de la gota fría. Sin embargo, por mucho que además de vida pueda suponer riesgo o peligro nadie duda de su carácter elemental e insustituible. Lo importante es conducirla, canalizarla, conservarla, respetarla... Así es como veo yo a la democracia, como al agua. Fuente de vida y riqueza sin sustitución posible que, ordenada, representa y da lo mejor de nosotros pero que, gestionada sin prudencia, administrada sin previsión, cautela y equilibrio puede conducir, del mismo modo que el agua, a dañar allí donde más se necesitaba su vital estampa.

Mucho se ha hablado en los últimos tiempos de ese enigmático vocablo de la «posverdad» que difumina, y aún exilia, cualquier pretensión de razón, objetividad y desinterés. Todo parece confiarse a las emociones, sentimientos, interpretaciones... nada queda al margen. Y aun cuando comparto la importancia de la pasión y la exégesis en la composición del quehacer humano y la historia de sus aciertos y errores, he de confesarles que, tengo para mí, que eso de la «posverdad», llevado al autista extremo al que se ha llevado, tiene mucho de «prementira». Y es que, abandonada toda posibilidad de entendimiento, diálogo y discurso al margen del yo más subjetivo potencialmente llevado a la víscera, apenas hay lugar para la construcción de lo compartido, lo integral, lo transversal, lo socialmente humano. Intuyo que la demagogia, entendida como la expansión de la mentira en un intento más o menos burdo de hacerse pasar por verdad, tiene un terreno rico y abonado con el éxito del término y el concepto. Todo es válido, todo opinable, todo carece del peso del acuerdo.

La democracia, como el agua, si es torrencial no socorre, no germina, ni auxilia sino que puede llevar al naufragio de todo cuanto toca y arrastra. Como el agua, la democracia sin límites, reglas, cauces, diques, vasos comunicantes, también inunda. Construir, destruir, canalizar, ahogar. Recuerdo ahora un antiguo proverbio chino, mitad maldición mitad mal augurio, que viene a decir: «ojalá que te toque vivir tiempo interesantes»... Más que interesante el de hoy es un día y un tiempo difícil, muy difícil. Todo apunta a tener que reconsiderar la importancia de la verdad, el límite y el matiz.

*Universidad de Zaragoza