Uno de los temas de las cultura aragonesa es la despoblación. Está en la música, desde José Antonio Labordeta a Más Birras. La desaparición de una forma de vida va de Imán de Sender a La lluvia amarilla de Julio Llamazares, pasando por la literatura de Jesús Moncada. Vicente Pinilla y Fernando Collantes publicaron Peaceful Surrender, sobre la pérdida de población rural a lo largo del siglo XX. En los últimos años ha recobrado fuerza gracias a La España vacía de Sergio del Molino. Una versión quejumbrosa prefiere la España vaciada, que permite echarle la culpa a alguien.

En los últimos tiempos la discusión ha ocupado un lugar central, por razones de competición electoral y porque los temas de una cultura son cíclicos. Obedece a una realidad demográfica y geográfica, a una exigencia de servicios, a una preocupación existencial. El problema no son ya los pueblos pequeños, donde es difícil que las ayudas consigan que la gente siga en el territorio, como leíamos ayer sobre el Plan Miner. Ahora el temor se extiende también a localidades de tamaño medio. Hace unos años pensábamos en el trabajo a distancia, pero ahora nos fijamos en la tendencia del talento y la innovación a concentrarse.

En Aragón todavía es fuerte el vínculo con los pueblos; diría que en nuestro país aún no se ha producido esa desconexión. Pero varios estudiosos han apuntado a un vínculo entre la densidad de población, la urbanización y los brotes de nacionalpopulismo. Will Wilkinson ha escrito sobre La divisoria de la densidad, donde explica que la urbanización «es una fuerza constante que transforma sociedades enteras y, en el proceso, genera polarización política y cultural siguiendo los incentivos que atraen a la gente a la ciudad».

El geógrafo francés Christophe Guilluy acuñó el concepto de Francia periférica, que opone las localidades pequeñas y medianas a las metrópolis. En el reciente No society expande la idea a otros países. La clase obrera, o lo que queda de ella, ya no puede permitirse vivir en los lugares de mayor actividad económica. «Es un regreso a la Edad Media, con ciudadelas cada vez más cerradas, con una nueva burguesía, una burguesía cool. Se protegen tras un muro de dinero y prestigio cultural. Según Guilluy, una retórica progresista se emplea para acallar las reivindicaciones de la clase trabajadora. Para el autor, dinámicas parecidas operan en el Brexit, la elección de Trump o las protestas de los chalecos amarillos en Francia. No hace falta aceptar todas las ideas de estos autores para reconocer la importancia de esa divisoria.