A pesar de que se envuelva en la bandera patria y de que la palabra España acuda con fruición a sus labios, la derecha, históricamente, ha sido incapaz de entender qué significa España. Me refiero a la España real, esa que va de los Pirineos a Canarias, de Port Bou a Finisterre, en la que se hablan cuatro idiomas y que está atravesada por múltiples culturas, sensibilidades y memorias.

Frente a esa realidad, la derecha, cuyo patriotismo no le impide tributar fuera de nuestro país, pasearse por paraísos fiscales o robar a manos llenas en las arcas del Estado, que es España, se ha construido su España, una abstracción monolítica que nada tiene que ver con la riqueza y pluralidad que caracteriza a nuestro país. Por ello, la suya es una visión de España excluyente, en la que todo aquello que no se pliega a su estrecha visión del mundo, es inmediatamente condenado o menospreciado. Su España es un país de una sola lengua, de una sola tradición, de una sola religión (la verdadera, claro), es decir, un país mucho más pobre, mucho menos interesante, mucho menos variopinto de lo que es nuestro país real.

De este modo, la derecha construye una España en la que a muchos, sin ser nacionalistas de otras patrias, muchas veces atravesadas por las mismas mezquindades, se nos hace muy difícil reconocernos. Precisamente porque nuestra España, en la que nos reconocemos y de la que nos enorgullecemos, sin un ridículo orgullo excluyente de lo otro (¿acaso tiene sentido vanagloriarse de algo que no es fruto sino del mero azar, el lugar de nacimiento?), es esa España en la que el catalán, el gallego, el castellano y el euskera se unen para dar lugar a una singularidad cultural de la que pocos países en Europa pueden presumir.

Desgraciadamente, cuarenta años de franquismo han concedido a ese imaginario de la derecha una considerable potencia que permea a amplias capas de la sociedad española, una sociedad que aún debe aprender a ser diversa. La actual coyuntura aconseja un rápido aprendizaje, para evitar daños irreparables.

El desprecio hacia España, hacia la España real, lleva, ha llevado históricamente, a la derecha a intentar imponer su estrecha, triste, casposa, visión de España, incluso manu militari. La represión está inscrita en su ADN, poco dado a ejercicios democráticos. De ahí la irresponsable actitud del Gobierno del PP que, después de siete años obviando un problema, ahora no sabe más que apelar a su propia memoria histórica para darle solución. El tufo franquista que desprenden sus gestos no hace sino enconar el problema e indignar, incluso, a quienes nos sentíamos poco concernidos por las reivindicaciones de una parte de la sociedad catalana. Afrontar la cuestión desde la vía represiva, como hace la derecha en el poder, no hace sino exacerbarla, generar odios y enfrentamientos, polarizar la situación, dejando cada vez menos margen a un diálogo ciudadano que resulta imprescindible. La represión la carga el diablo.

La cuestión española, algo que la Generación del 98 ya puso encima de la mesa, es un problema irresuelto. Este debiera ser el momento de abordarlo desde un diálogo con voluntad de encuentro, superador de este juego de agravios e insultos que vivimos cada día. Quizá si fuéramos capaces de enorgullecernos de la pluralidad de nuestro país, de su riqueza, si se instalara la conciencia de que la diversidad es un valor, no un problema, el presunto problema se convirtiera en la solución. Pero para ello es preciso unas convicciones democráticas de cuya carencia la derecha en el poder hace gala.

Frente a lo que nos quieren contar, la derecha menosprecia España, la hace de menos, la empobrece, hace de ella una caricatura de trazos simples y grotescos a un tiempo. Es una España que expulsa. La España real está ahí, en la calle, reivindicando su diversidad, expresando su cultura, y es una España compleja y, por ello, complicada. Pero es que las cosas simples, en realidad, solo existen en los cerebros perezosos. H *Profesor de Filosofía. Universidad de Zaragoza