Decía Foucault que la eficacia de la ley radica en su disimulación, es decir, que las personas nos sometemos a las leyes y normas con mejor ánimo cuando no somos conscientes de que son tales y pensamos que nuestro modo de actuar deriva, simplemente, de nuestra propia voluntad. Cuando alguien cargado de autoridad te dice «haz esto», eres consciente de la obligación y hay más posibilidades de que surja la contestación. Y esto sucede también en el ámbito del pensamiento, donde presentar las ideas como naturales, carentes de ideología, es una de las estrategias más eficaces de quien pretende conservar su dominio ideológico.

En este sentido, la derecha se ha encargado, desde siempre, de presentar al marxismo como una forma de ideología, mientras que sus ideas, las del liberalismo, eran presentadas como el modo racional de pensar, sin carga política alguna. El marxismo, además, es un modo ideológico de afrontar la realidad absolutamente desfasado, nos dicen ahora. Sin embargo, frente a ese discurso hacia el exterior, la derecha inteligente, como lo ha de ser todo aquel que pretenda mantenerse en el poder, pues nadie se mantiene en él desde la estupidez, ha seguido utilizando el marxismo para sus análisis y sus prácticas, pues sabe de su eficacia analítica.

Frente al discurso de que la lucha de clases es una ficción inventada por el marxismo, uno de los máximos prebostes del capitalismo actual, Warren Buffett, en un arranque de sinceridad, quizá favorecido por la debilidad de las posiciones que se oponían en aquel momento al neoliberalismo, nos recordó no solo que hay lucha de clase sino que, como él dijo, «la vamos ganando por goleada». La lucha de clases, o de intereses sociales, que igual me da, es un hecho social reconocido por cualquier investigador, aunque la obligación ideológica de muchos de ellos sea, precisamente, negarla. Y uno de sus actores principales es el Estado.

La Modernidad ha visto desarrollarse, grosso modo, dos teorías sobre el Estado, la liberal y la marxista. La liberal nos dice que el Estado es el resultado de un pacto, de un acuerdo entre los sujetos y que desempeña un papel de árbitro para evitar el conflicto social. El Estado es, según los liberales, una herramienta neutra, sin carga política o ideológica. El marxismo, por el contrario, entiende que el Estado es un instrumento de los poderosos para imponer su dominio a los oprimidos, es decir, es un instrumento político e ideológico de una parte de la sociedad contra la otra. El liberalismo se ha esforzado en repetir hasta la saciedad su versión de la cuestión, aunque su práctica, en realidad, era la que describía el marxismo.

Estos días hemos visto cómo eminentes dirigentes del Partido Putrefacto, conscientes del modo en que funcionan en realidad las cosas -como las describe el marxismo-, intentaban utilizar el Estado para garantizar sus propios intereses. Ignacio González le decía a Zaplana que hay que controlar el «aparato del Estado», término netamente althusseriano, si se quiere controlar el poder. Una cosa es tener el control del ejecutivo, venía a decir González, pero es preciso controlar también el judicial y, significativamente, los medios de comunicación. El control de los medios y de la justicia por parte de la clase dominante es un hecho que solo desde la ceguera más profunda se puede negar. Pero el PP va un paso más allá, porque en lugar de poner el Estado y sus aparatos al servicio de un grupo social, de una clase, lo restringe más y lo coloca al servicio exclusivo de un partido, lo que genera que otros sectores de su propio grupo social lo consideren también escandaloso. Y cuando un partido se hace con el control de todo el aparato del Estado, el régimen resultante es el totalitarismo.

En resumidas cuentas, que la derecha inteligente vende el humo liberal (la igualdad de los seres humanos, el esfuerzo como base de la propiedad, el Estado como institución neutral) pero aplica lo que el marxismo viene teorizando desde su origen: despiadada lucha de clases y Estado al servicio de los poderosos. El PP riza el rizo y en esa vorágine insensata en la que nunca se tiene suficiente, los González de turno han querido reeditar aquello de que «el Estado soy yo». Menos mal que en esos aparatos del Estado aún sigue habiendo gente íntegra contra viento y marea. Pero, ¿hasta cuándo?.

*Profesor de Filosofía. Universidad de Zaragoza