El Congreso de los Diputados aceptó ayer por 175 votos contra 136 la propuesta remitida por el Parlament de Cataluña en orden a despenalizar la eutanasia, algo que ya había sido reclamado por diversas instituciones, incluyendo a las Cortes aragonesas y el Ayuntamiento de Zaragoza. Solo el PP y su aliada UPN están en contra (Ciudadanos se suele abstener) de una iniciativa legislativa que la sociedad pide a gritos, porque cada vez hay más personas horrorizadas ante lo duro que es morir en este país tan... piadoso.

Acompañar en la enfermedad y la agonía a familiares cuya vida se acaba sin remedio es casi siempre una tarea muy dura. No solo por el dolor de la pérdida inminente o por la incomprensión que la muerte nos causa siempre, sino por el sórdido espanto que produce contemplar cómo quienes amamos recorren su recta final (a veces muy larga) en medio del sufrimiento, la degradación y el desamparo. La medicina ha avanzado mucho a la hora de retrasar el momento final, pero su versión más oficial suele soslayar la obligación de ayudar a quienes ya carecen de opciones terapéuticas: con cuidados paliativos... y aceptando la voluntad del enfermo cuando este pide acabar de una vez.

El derecho a disponer de la propia vida es sagrado. Nadie puede usurparlo, ni el Estado ni los médicos ni los jueces. Y existen métodos para racionalizar ese derecho y regular la eutanasia. Ya ocurre en diversos países de lo que solemos denominar «nuestro entorno». Aquí, la Iglesia Católica y sus correas de transmisión políticas y mediáticas se disponen ahora a librar otra batalla contra la libertad individual y a favor del dolor y la angustia. ¿Por qué? ¿No les basta a los obispos con recomendar a sus seguidores que aguanten y prolonguen su vida... cuando ya no es vida? ¿Qué les importa a ellos lo que hagamos quienes optamos por la razón y la misericordia? ¿Cuál es la razón de que siempre estén (junto a la derecha) en contra de los derechos más elementales?

España debe resolver ya esta cuestión. Ni superstición ni tortura.