Parecía normal la alegría del reencuentro. Solo la neblinosa nube de sus ojos delataban su tristeza al corresponder el saludo: «por aquí bien, bueno ya sabes, de aquellas maneras; sino fuese por los de siempre haciendo tontadas, estaríamos más tranquilos». Son respuestas habituales en estos últimos tiempos de familias catalanas con las que tienes relación en los establecimientos donde compras la fruta y verdura, el pan, la prensa, la repostería… los botiguers de toda la vida, con cuatro apellidos catalanes muchos de ellos.

Pocas veces te comentan vivencias del procés, y cuando lo hacen, siempre a hurtadillas y con el temor de ser interrumpidos. Percibes un sentimiento de culpa ante el desagrado del forastero por la proliferación de lazos amarillos, pintadas, pancartas y absurdas actuaciones y molestias, por las acciones que realizan los comités de defensa de la república.

No conozco las vivencias de este sector en ciudades más grandes o en pueblos del interior, pero en la costa, el retraimiento de familias de otras regiones es claro, el cosmopolitismo de siempre va estrangulándose, las actividades culturales se empobrecen y a la primera de cambio saltan chispas en la convivencia, como ocurrió en el acto conmemorativo de los atentados en Cambrills del pasado 18 de agosto.

A la quiebra social que las elecciones transmiten repetidamente con un 52% frente a un 48% del bloque independentista, hay que sumar la enorme corriente de ciudadanos anónimos presionados y arrastrados hacía una u otra posición, como si no supiésemos que los extremismos políticos son la falsa respuesta a los problemas que no se saben resolver.

La incapacidad del PP para gestionar políticamente la cuestión catalana nos ha metido en un embrollo judicial que dificulta cualquier intento de solución. De ahí que la obsesión de Rivera y Casado por hacer del 155 la palanca para sacar a Sánchez de la Moncloa sea una locura. Saben que esa solución ya fracasó y pretender reeditarla de forma indefinida por cada exabrupto de Torra o Puigdemont, no lleva a ninguna parte, todo lo más a tener dificultades para su encaje constitucional.

Por eso la estrategia de Pedro Sánchez buscando una vía política diferente, que vaya abriendo espacios y generando contradicciones en los sectores distanciados cada vez más del independentismo unilateral de hace un año tiene sentido, es valiente y muy necesaria.

El problema para llevarlo a cabo está en el frente de la derecha, con unos líderes rivalizando por ver quién nacionaliza más el debate político, y hace del problema catalán su talismán electoral. Por otro lado, Sánchez tiene un grave problema con algunos barones socialistas que, como el aragonés, hacen el mismo discurso que la derecha en esta cuestión con tal de ganar unos votos con muchos amos, desorientando al electorado socialista y deslegitimando y debilitando la estrategia del presidente del Gobierno.

Con las cautelas que la situación merece y el hermetismo de algunos de sus sectores, parece ser que la estrategia de las élites independentistas de desplazar durante la crisis la confrontación de clases y de lucha por la igualdad hacia la confluencia y homogeneización de un poble catala capaz de ocultar las reivindicaciones derivadas de los tremendos ajustes, está haciendo aguas ante la demanda de los trabajadores de la sanidad, educación, mossos, bomberos, personal administrativo, que hartos de su discriminación, han guardado las banderas para sacar las pancartas.

Para resolver este problema y reactivar la economía catalana necesitan inversiones y más aportaciones del Estado, que es lo que está detrás de esas declaraciones del «si pero no» ante el apoyo a los PGE. Posibilismo frente a unilateralismo utópico, independencia casposa frente a cosmopolitismo. Porque romper ahora el equilibrio parlamentario llevaría a una convocatoria electoral, y eso ahora es lo mismo que echar una moneda al aire.

Cuando el portavoz de ERC, Joan Tardá argumenta que para conseguir la independencia se necesitan más apoyos, más votantes y más presencia en otros sectores, tiene razón. Pensar en separarse con menos del 50% de la ciudadanía es una quimera. Ahora bien, él sabe que el futuro puede favorecerle. Según el Centro de Estudios de la Generalitat (CEO), el 60% de los jóvenes electores entre 18 y 24 años se sienten independentistas frente al 47% de media del conjunto del electorado catalán. Igual que aquellos que viven cómodamente (más de 4.000€/mensuales) en el 55% o los trabajadores del sector público y los que tienen estudios universitarios. El equilibrio sociológico es muy débil si tenemos en cuenta que solo el 32% de las familias con ingresos menores de 1.000 € la apoyan.

Por eso es imprescindible rebajar tensiones, racionalizar el problema y las soluciones, aunque solo sea porque el tiempo puede agudizarlo. ¿Hasta cuándo puede aguantar la sociedad española y nuestro sistema democrático que el 60% de los debates, sean sobre esta cuestión? El hartazgo, tarde o temprano ,nos llega a todos.