La utopía, esa vieja loca, como la imaginación, está de capa caída. Ha perdido su larga batalla contra la realidad, sin mayor excusa que su mala estrategia, y ahora, cuando más falta nos haría, simplemente no está ni se le espera.

Hablamos de la utopía perdida en una charla de la Escuela Universitaria de Ciencias Sociales, con Joaquín Carbonell y el cineasta Pablo Aragüés, y venimos a coincidir en su entierro. También Denis Oppenheim, quien fuera precursor del Body Art , uno de los estandartes de la revolución de los hippies y las flores, acaba de admitir, ya sesentón, que, aunque, allá por los años sesenta, quiso con su arte alterar el orden del mundo, esa empresa acabó revelándose baldía. Porque el mundo, ha venido a decirnos Oppeheim, no se puede cambiar. Y porque la importancia social o trascendencia política del artista es limitada.

La derrota de la utopía, a manos del mercado y del Estado neoliberal, del poder de Occidente y de esa legión de intelectuales orgánicos que consideran como su máximo deber entretener el ocio de las masas, en lugar de entrenar su cerebro para la revolución, ha originado, a lo largo de las dos últimas décadas, un nuevo estilo generacional de ser joven, pero no utópico. Jóvenes, hoy, que ya no son revolucionarios, maoístas, afganos, sino demócratas tranquilos, cuyos impulsos reformistas caben perfectamente en las canalizaciones y ramales participativos que Leviatán ha sabido abrir en el interior de sus tentáculos.

Nadie quiere romper nada, y mucho menos el sistema, sino moverse y vivir mejor en ese colchón de usos y costumbres, de leyes y decretos que muellemente amortigua nuestra sociedad. De vez en cuando un terrorista pone una bomba, o encarcelan a un anarco, o algún loco soñador se suicida por amor; pero son manifestaciones marginales, crímenes, anomalías, rarezas.

La muerte de la utopía nos ha obligado a especializarnos, a tecnificarnos. Nuestro pensamiento ya no trabaja con los cánones capitales, el espacio, el tiempo, los sistemas filosóficos, las grandes erupciones de la historia, sino con la monografía pequeña y concreta de los fenómenos visibles, con la puntuación laboral, con el día a día. Nuestro tiempo interior, sojuzgado a golpes de sirena, apenas existe.

Sólo los creadores natos, ajenos a la mixtificación de las normas, son capaces de escapar a su laboriosa tela de araña. Pero los mitos no son ya los escritores, los artistas plásticos, que no salen en la tele, sino Pocholo y Bisbal, que sí.

En este estanque de aguas pacíficas, el universitario recibe estímulos domésticos, una formación válida y otra espúrea herencia de castraciones y miedos que añadir a la que recibe en casa. Y así, domesticadamente, su producto, ya en la edad adulta, se va adhiriendo a los tentáculos por los que antes había resbalado con pánico a saltar: se hace número, voto, cotizante de la Seguridad Social.

Con todo ello, aunque nos falte el aire, hemos de vivir, o sobrevivir, mejor dicho, los utópicos. A la espera de que todo cambie para que nada vuelva a cambiar.

*Escritor y periodista