El presidente de la Generalitat, Quim Torra, había declarado que no iba al juicio por desobediencia a la Junta Electoral Central (JEC) a defenderse, sino a atacar al Estado. Lo cumplió con creces porque toda su argumentación fue un alegato que cuestionó algunas de las normas básicas de un Estado de Derecho. De su desafio no se libraron ni el tribunal, ni la Fiscalía, ni el Gobierno de Pedro Sánchez, ni la Junta Electoral, ni el rey Felipe VI. Antes del juicio, celebrado en el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña, Torra había hecho una broma escatológica al decir en público que de su dieta de la víspera dependía el cariz de las respuestas que daría durante la vista. La anécdota ilustra no solo el sentido del humor de Torra sino el respeto que mostró por la Administración de Justicia, en las antípodas de las exigencias de su abogado de que su defendido recibiese el adecuado tratamiento honorífico.

Pero lo relevante es que Torra asumió que había cometido desobediencia y desacato a la JEC, aunque añadiendo que lo había hecho porque la orden era ilegal y la junta no está por encima de la presidencia de la Generalitat. El procesado se permitió así calificar la legalidad o ilegalidad de su comportamiento --dijo que le era «imposible obedecer una orden legal», aunque finalmente lo hizo-- poniéndose en el lugar de los juzgadores. Y se arrogó para el poder Ejecutivo la potestad de ignorar decisiones tomadas por el órgano máximo de la Administración Electoral, formada por representantes del poder judicial. Acostumbrado a tomar su parte por el todo y a prescindir de la mitad de la Cataluña que no coincide con sus planteamientos, aseguró también que los lazos amarillos y las esteladas no son partidistas y que el intento de quitarlos de los edificios públicos es un acto de censura que atenta contra la libertad de expresión. El fiscal tuvo que recordarle que en periodo electoral la JEC controla las actuaciones de la Generalitat y del Gobierno español que pueden interferir en el desarrollo de los comicios --en la última campaña amonestó a Pedro Sánchez, Carmen Calvo y María Jesús Montero-- y que el Supremo ha ratificado el partidismo de unos símbolos que solo aceptan una parte de los catalanes.

Tanto Torra como su abogado, Gonzalo Boye, convirtieron la vista en un mitin político con referencias extemporáneas. El president remató su última intervención con un recurso a la épica: «Me podéis condenar, pero no cambiareis el destino de este país. La libertad ganará siempre. Mi condena será vuestra condena», dijo. Torra actuó en el juicio como un activista que ocupa la presidencia de la Generalitat por delegación y que siempre se ha considerado de paso en el cargo, un trámite que ayer pareció esforzarse en abreviar. Quizá por eso no considera necesario defender y prestigiar las instituciones de autogobierno de Cataluña e ignora que la libertad de expresión corresponde a las personas mientras los organismos públicos deben representar a todos los ciudadanos.

Torra es partidario de la desobediencia civil y de la institucional (un concepto que es una contradicción en los términos) y ayer lo volvió a demostrar.