Una pareja de octogenarios y con hijos con minusvalías han sido desalojados de su casa de Alagón. Una vivienda sobre la que ellos creían tener derechos de propiedad porque la compraron en 1960 a quien resultó ser la usufructuaria, no la propietaria para la que habían trabajado toda su vida. Los derechos de propiedad sobre la casa continuaron vigentes hasta que han sido ejecutados por los legítimos --y lejanos-- herederos. Pocas objeciones legales se pueden plantear tras un litigio que ha durado once años. Pero la escenificación de la ejecución de una sentencia, con el derribo de la casa en el mismo acto y el drama familiar que descubre, evidencia una falta de humanidad y una voluntad ejemplarizante difícil de digerir en tiempos de crisis. Que todavía conmueva un hecho así es a lo único que podemos agarrarnos.