Es todo muy enrevesado. No diré que yo ya lo dije (frase que estos días resulta particularmente odiosa por ventajista), pero lo del cierre total ha traído cola. Para empezar porque es imposible paralizar por completo el ritmo vital de una sociedad tan compleja e interdependiente, menos todavía en medio de una emergencia sanitaria. Y luego porque reorganizar la vida de la gente distinguiendo lo indispensable de lo accesorio choca con múltiples intereses. De repente descubrimos no solo que la cadena para llevar alimentos a tiendas y supermercados es larguísima y llena de recovecos o que determinadas fábricas no pueden cesar por completo su actividad sin quedar inutilizadas, sino que pronto será necesario recoger las cosechas y el mecanismo habitual (mano de obra inmigrante desplazada al momento) se ha quebrado por culpa del coronavirus.

Caminamos por el borde del abismo.

Es tan fácil como estúpido (por inútil) criticar cada duda, rectificación o fracaso del Gobierno central o de los autonómicos, como lo es suponer que existe un procedimiento mágico para improvisar en unas horas hospitales de campaña, nuevas UCIs, equipamientos que deben llegar desde el otro confín del mundo y sobre todo personal cualificado que multiplique la capacidad de una red sanitaria desbordada por la pandemia. No creo que el Ejecutivo español lo venga haciendo de maravilla, ni mucho menos; pero ni la oposición de derechas ni los periféricos se están luciendo. Lo que hace Casado, proponiendo una cosa y luego rebotándose cuando es aceptada por Sánchez, es tan párvulo como el empeño de este y sus ministros en comunicar la situación con un discurso enhebrado donde se pretende encajar cada nuevo episodio en el capítulo anterior... como si todo estuviese planeado de antemano. ¡Por favor!

Vivimos un desastre sin precedentes y no habrá relato que convierta la ruina en triunfo. En los partidos políticos y las instituciones (empezando por Moncloa) todavía se aferran a una comunicación convencional, táctica y presuntamente capaz de generar una realidad a la medida (de los respectivos jefes). Los procedimientos, el estilo, los trucos emocionales, los simbolismos… todo zozobra en la tormenta de una plaga mortal que aún no sabemos cómo controlar. La comunicación política puede ser un arte en tiempos de bonanza; si no, es una tarea muy ingrata. A una persona le puedes informar muy bien, con técnica, habilidad y empatía de que tiene una enfermedad incurable, y se quedará echa polvo; pero si estás fatal, desabrido y torpe a la hora de notificarle que ha ganado una primitiva, la dejarás encantada de la vida. La clave está en el mensaje, y en estos momentos el mensaje es muerte, impotencia y desconcierto.

En estos casos, lo mejor es aproximarse a la verdad y hablar a la ciudadanía en el lenguaje de los adultos, sin intentar edulcorar el amargo trago, fundamentando la esperanza en lo real, no en apelaciones sentimentales. Eso vale para quienes gobiernan, para quienes aspiran a hacerlo y para la sociedad civil organizada. La catástrofe rompe las normas (lógicas o no, justas o injustas) que regían nuestras vidas. Y obliga a ver las cosas desde otra perspectiva. Nada se podrá hacer sin generosidad y esfuerzo común. El “qué hay de lo mío” no solo resulta egoísta y miserable sino absurdo. No les quepa duda de que cuando esto pase se recrudecerá la pugna ideológica porque cada cual querrá releer a su gusto la traumática experiencia pasada (y determinar los preparativos para afrontar la crisis siguiente); pero sería muy conveniente para todos asumir que en los respectivos relatos a posteriori no cabrán fanfarrias, éxitos personales, ni cuentos de buenos y malos.