Como hombre que soy, esta semana he sido insultado, ofendido, maltratado y víctima de un presunto delito de odio por la señora Irene Montero, ministra de Igualdad del Gobierno de España. Y sí, me doy por aludido, porque la señora Montero ha dicho que todos los hombres, «la mitad de la humanidad» (sic) somos unos vagos que vivimos como zánganos «sostenidos» (sic) por las mujeres, como algo «natural» (sic). Y puesto que acusa a todos los hombres de semejante actitud, es evidente que la señora ministra incluye en tan despreciable grupo a su señor padre, a su señor esposo o pareja, a sus amigos y a los militantes varones de su formación política. Supongo que la señora Montero conoce bien a los hombres de su entorno, los citados familiares, amigos y con militones, y que desconoce —salvo que esté dotada por el don de la omnisciencia, que bien pudiera ser tal como se expresa— a todos y cada uno de los tres mil setecientos cincuenta millones de varones, millón arriba millón abajo, que poblamos (y según la ministra, parasitamos) este planeta.

Esta señora, que habla como si faltara media hora para desencadenarse el fin del mundo y sólo ella fuera capaz de salvarlo, cree estar de vuelta de todo, sin haber ido todavía a ninguna parte. Henchida de un ego más fatuo, falso e impostado que un euro de cartón, va repartiendo lecciones de igualdad, ética y feminismo a diestro y siniestro, como si ella fuera el primer ser humano en defender la dignidad de las mujeres, como si ella hubiera inaugurado la lucha feminista y como si antes que ella no hubiera existido nadie que hubiera defendido los derechos humanos, las reivindicaciones feministas y la lucha por la libertad.

Me pregunto cómo serán los hombres con los que doña Irene se ha cruzado por la vida, pero, y me atengo a sus declaraciones, ha debido tener la mala suerte, ya es casualidad, de que todos ellos sean una banda de vagos, abusadores, explotadores y violentos; y además, tan guarros, que ni pasan la escoba, ni friegan los platos, ni ponen una lavadora. Ahora comprendo aquellas palabras del señor con el que vive, quien, refiriéndose a otra mujer, dijo: «La azotaría hasta que sangre».

Es sorprendente que una señora como esta, de ideas más rancias que Maricastaña y que habita en la más absoluta comodidad, rodeada de privilegios y favores, arremeta de semejante manera contra todos los hombres, algunos de los cuales han hecho posible su destacado modo de vida; y más aún, que siga cohabitando con uno de ellos. Debe ser masoquista.