La felicidad consiste en tener lo que se necesita. Sólo que nuestras necesidades son un pozo sin fondo, porque nos han hecho confundirlas con los deseos. Un principio del marketing, también del político, dice que hay que crear la necesidad para, después, ofrecer el producto que la satisfaga.

Este axioma funciona, en realidad, de otra manera más sutil. Lo que se generan son deseos. Porque es más difícil satisfacer deseos que necesidades. Estas últimas se culminan, o no, ya que tienen un componente concreto. En cambio los deseos son insaciables, al estar envueltos de ilusiones que son percepciones subjetivas llenas de emociones.

Así lo analizó Seth Godin, informático y filósofo norteamericano. Hoy es uno de los teóricos de la mercadotecnia más importantes de este siglo. Esta utilización (manipulación si quieren) de nuestro comportamiento hacia la compra, de ideas o cosas, ha contado con un cómplice: la aceptación de un ordenamiento comunitario que equipara el ser con el tener.

Un tema que analizó, desde la psicología social, el alemán Erich Fromm. Su libro Del tener al ser, escrito en 1976, es un manual, lleno actualidad, para explicar el comportamiento de las sociedades. Señala Fromm que, en nuestra cultura, las condiciones económicas regulan la mayoría de relaciones sociales. Son esas variables materiales las que nos evalúan cada día ante los demás, basándose únicamente en el tener. Sólo será posible contrarrestar esta valoración economicista gracias a la racionalidad y el esfuerzo crítico, fortaleciendo así la independencia personal a través del ser. El ser o no ser, de Hamlet, es más bien nuestro ser o tener. Esa es la verdadera cuestión.

Las personas pueden frustrarse si se fijan como único objetivo cumplir sus deseos. Lo hacemos habitualmente, cada semana, tras comprobar el resultado de la primitiva. Pero sí afrontamos, de forma más racional, los objetivos que atañen a nuestras necesidades.

La mejor forma de evitar la frustración no consiste en minusvalorar los problemas, sino en trabajar con expectativas realistas. Esto sirve para los ámbitos institucionales. El CIS señala que la preocupación ciudadana con los partidos y la política alcanza su máximo desde 1985. Algo que no ha evitado una participación electoral tan notable como la que vivimos en abril.

Esta paradoja excita el deseo de un nuevo orgasmo electoral. Las negociaciones para formar gobiernos entran en una fase en la que los relojes van ser decisivos, a la par que el termómetro emocional marca temperaturas de riesgo extremo. En política, el cronómetro es enemigo del tiempo. Como en el ajedrez, ahora puede ser más importante el dominio del reloj que la estrategia del juego.

Cuando los deseos se convierten en objetivo político, terminan por desplazar al pueblo como protagonista del poder. Surge así la deseocracia. Afecta tanto a las formaciones políticas como a las personas. Lo que nos lleva a una cierta esquizofrenia ideológica. Deseamos el consenso y nos quejamos de que los políticos no alcancen acuerdos pero, al mismo tiempo, ponemos a caldo a los líderes si sus pactos no son conformes con nuestros deseos. Esta es la presión que sienten y transmiten los partidos, generando un círculo viciosamente envenenado. Si no somos capaces de romperlo, corremos el riesgo de que la sociedad caiga en la anafrodisia del deseo como inapetencia electoral.

La derecha desea sumar, como sea, frente a la izquierda. El PSOE desea gobernar en solitario para asentarse en la Moncloa y Pablo Iglesias desea verse sentado en el Consejo de Ministros y Ministras. Pero estos deseos propios chocan con los del resto, complicando su análisis como necesidades políticas. En el bloque conservador, la católica y romana Salvinísima Trinidad, tiene a la paloma de Vox echando cagarrutas al padre Casado y al hijo Albert.

Con tanta caca, han amagado el bloqueo de todas las comunidades autónomas que empiecen por M. Los excrementos de ave no te arruinan la vida, pero pueden fastidiarte el traje. Bien lo sabe el popular Francisco Camps. Conclusión, que Abascal está dispuesto a luchar más por sus deseos de no ser ninguneado, que por España. En la izquierda, Pablo Iglesias ha transformado su necesidad de ser ministro en un deseo tan irrefrenable que ya es una obsesión. Y ya sabemos que a las obsesiones le siguen las compulsiones. Esos rituales interminables de solución homeopática.

Pedro Sánchez aprovecha que el CIS trocea los deseos sobre las preferencias en las alianzas de gobierno, para centrar su posición, tras la huida del liberalismo que protagoniza Ciudadanos, en su particular fiesta del orgullo naranja. Sánchez e Iglesias están obligados a conjugar su ser y su tener equilibrando tres afirmaciones: te necesito, te deseo y te respeto.

En Aragón la solución también rebosa de deseos insatisfechos. Será porque, desde que votamos, vamos camino de las nueve semanas y media para la investidura. Pero ni Nacho Escartín ni Javier Lambán tienen el morbo de Mickey Rourke.

Quien sí parece disfrutar de tanta pasión, de vuelta al gobierno, es Arturo Aliaga que sigue ejerciendo de Kim Bassinger. Puro deseo. <b>

*</b>Psicólogo y escritor