Una rebelión armada confusa y la presión de EEUU y Francia han forzado la huida del presidente de Haití, Jean-Bertrand Aristide, antiguo ídolo de los desheredados del país más pobre de América Latina que acabó convertido en un dictador que recurrió a la represión, la corrupción y fomentó el caos para mantenerse en el poder. Cuando Washington lo acusó el sábado de ser el responsable de la crisis, quedó sellada la suerte de Aristide, al que en 1994 los marines norteamericanos restablecieron en el poder del que había sido injustamente despojado en 1991 por la élite que señorea el país y explota a su población. Los rebeldes no ofrecen garantías de decencia, pues se trata de jefes militares que sirvieron a Aristide y que están acusados de violaciones flagrantes de los derechos humanos. Una vez más, una fuerza internacional de paz evitará el baño de sangre, pero no resolverá el problema existencial de un país exangüe cuya población vive bajo un sistema de semiesclavitud. El despotismo de Aristide destruyó la última oportunidad de romper ese ciclo infernal. Ningún régimen puede durar sin apoyo de EEUU, pero también sabemos de la incapacidad de los protectores para liberar a la población y situar a Haití en el camino de la regeneración.