Cerca de mi casa hay un colegio infantil; paseo junto a la valla que lo separa del parque y observo a los niños jugando felices en el patio. Qué afortunados son, pienso, y qué suerte la nuestra poder contemplar su ventura; justo en ese momento, un anciano duro de oído me brinda una emisión radiofónica a alto volumen y, junto a la plácida escena anterior, se cuela una funesta reflexión: ¿cuántos de esos chicos perderán durante las vacaciones una comida rica en nutrientes de la que todavía disponen gracias a las becas comedor? Antes de la actual crisis económica, la imagen de un niño escuálido y hambriento era una lejana y difusa realidad que percibíamos exclusivamente ligada a los países del tercer mundo; una terrible plaga a cuya erradicación se ha consagrado Unicef. Pero hoy, basta con no desviar la mirada para vislumbrar cuadros de extrema necesidad, tanto más lamentables cuando sus desvalidos protagonistas están en plena infancia y las secuelas de ese inquietante cosquilleo en el estómago no solamente restringen su desarrollo físico, sino que también afectan al rendimiento intelectual, provocando déficit en la atención y serias repercusiones en el aprendizaje. El comité de Unicef Aragón ha recibido el premio Aragoneses del Año en la categoría de Valores Humanos de EL PERIÓDICO DE ARAGÓN. Una buena noticia, que se adivina insuficiente porque al exiguo apoyo institucional que recibe la oenegé se une el incremento de necesidades a las que debe atender. Mientras, justo al cruzar al otro lado de la acera, es patente una absurda paradoja cada día más visible: la que enfrenta a una infancia aquejada de obesidad con otra afligida por la desnutrición. ¿Seguiremos mirando hacia otro lado? Escritora