El último atentado sangriento en Irak abunda en la evidencia de que la guerra ha multiplicado el fenómeno terrorista, al convertir la ocupación militar de ese país en el escenario de operaciones no sólo de los seguidores de Sadam, sino sobre todo de la resistencia nacionalista y de iluminados islamistas. El número de víctimas del terrorismo (inexistente en Irak antes de la guerra) se cuenta ya por centenares, aunque la mayor parte de los muertos norteamericanos (532 hasta ahora) se ha registrado en emboscadas guerrilleras. Además, dos de los tres atentados más cruentos de toda la posguerra se han producido en los 10 primeros días de este mes. Y los terroristas ya no intentan causar bajas entre las fortificadas fuerzas de ocupación, sino que pretenden diezmar a los colaboracionistas que --acuciados por el desempleo masivo-- tratan de ganarse la vida como policías del futuro régimen.

El panorama iraquí es desolador: un país devastado, empobrecido, azotado por un castigo terrorista que jamás había padecido y al borde de la guerra civil. Ese es el único resultado que se pueden arrogar las potencias bélicas conquistadoras, puesto que poco pueden presumir de habernos librado de armas de destrucción masiva.