En frío, con el libreto en la mano, resulta imposible imaginarse a Pavarotti recreándose en el papel de joven conquistador del ejército egipcio. Su espectacular anatomía, cuando está desbordada por el escenario, queda muy lejos de la de los héroes guerreros de las leyendas, pero cuando el tenor interpreta las estrofas que preceden al Celeste Aída se transforma en el heroico Radamés escogido por la diosa para liberar a su pueblo. No es que Pavarotti se haya puesto cachas de repente, no; simplemente ha construido con su voz todos los puentes que caben en la lírica, que son muchos. Esa es la magia de la ópera, que transmite las emociones a través de la voz humana que la canta y no a través del cuerpo que la representa, como creen algunos directores de escena, capaces de sacrificar la voz para realzar el espectáculo visual como si la ópera fuera cine.

El director de escena de la Opera de Londres acaba de despedir a la soprano norteamericana Deborah Voigt por exceso de peso para representar la Ariadne auf Naxos , de Richard Strauss. Dice que la Voigt está muy gorda, y que el vestido y la escenografía que había previsto no hacen creíble su papel, como si el público del Convent Garden no supiera que esta mujer es la dueña y señora de ese papel por su potencia vocal y la belleza de su tono. El aspecto visual es importante, claro que lo es; al menos para esos montadores que hacían chistes con las piernas de la Callas: decían que las confundían con las de los elefantes que intervenían en Aída . Pero sólo un idiota habría despedido a la Callas o a Pavarotti por gordos.