El primer año del mandato de Luiz Inácio Lula da Silva constituye un éxito diplomático y una esperanza de mejora social, pero el único Gobierno de izquierda en la historia de Brasil que preside no ha logrado mejorar la situación en los ámbitos cruciales de la violencia, el paro, la sanidad y el combate contra la pobreza. Lula viajó a 27 países y se ganó la confianza internacional, mejorando el crédito de su predecesor, a quien imitó en una política económica ortodoxa que sentó las pautas de las controvertidas reformas fiscal, de la seguridad social y de las pensiones. Esa moderación táctica quebrantó la unidad del Partido de los Trabajadores (PT), base del poder de Lula, y creó fuertes tensiones entre los intelectuales impacientes más que entre los desheredados.

No obstante, la popularidad del sindicalista convertido en jefe del Estado permanece intacta y constituye una garantía para los proyectos sociales que aguardan turno. Lula sabe que Brasil, en cuanto locomotora continental, puede beneficiarse fácilmente de la globalización inexorable. Las restricciones severas y la renuncia expresa del populismo de balcón han creado las condiciones necesarias para que el nuevo despegue económico llegue a los afligidos.