Cuando empecé este artículo sobre el pleno del Congreso de ayer lo titulé Podredumbre que, según el diccionario de la RAE, es la putrefacción o corrupción de las cosas, ya sea material o moral. El término, pensé, define con implacable precisión la realidad política (social, según Rajoy) a la que hemos llegado en nuestro país. Por si aún quedaba alguna duda, la macabra sesión monográfica sobre corrupción, con un presidente hablando del principal problema de su gobierno como si fuera algo ajeno a él, terminó de corroborarlo. De nada sirvió que extirpara a última hora a la ministra de Sanidad, Ana Mato, con silla incluida, de la cámara. La podredumbre seguía ahí. Se veía escullando por los escaños de sus señorías hasta inundar el suelo y desbordarse por los pasillos. De nada sirvió tampoco que el presidente del Gobierno presentara una batería de medidas contra la corrupción, sin hacer antes lo mas importante: reconocer su existencia y aislarla para impedir que siga extendiéndose y contaminando al resto. En su lugar, Rajoy insistió en confirmar la salubridad del sistema y limitó su afección a los casos aislados, como si a estas alturas no fuera ya evidente que el chorreo de los últimos años (Gürtel, Bárcenas, Púnica, Pujol, Noos, los ERE, las tarjetas opacas, o los gastos privados de diputados y senadores con cargo al erario público, entre otros) solo puede ser producto de una descomposición generalizada, aunque tenga sus excepciones. Ya estaba, artículo cerrado, pero en ese momento oí a Rajoy pronunciar la palabra "despeñaperros" y su imagen me cautivó. En eso hemos convertido el Congreso, pensé, en un despeñaperros. ¿Cómo no va a oler a podredumbre?

Periodista y profesor