La cumbre hispano-francesa se ha saldado con un positivo caudal de imagen para esa nueva Zaragoza que busca su lugar al sol en la liga de las grandes ciudades.

Este elemento publicitario consignaba, en principio, el valor capital que, por nuestra correspondiente parte, se le presuponía al encuentro, y en ese sentido no debemos sentirnos defraudados. Pues la capital de Aragón ha sonado con fuerza, con dignidad, con un cierto aroma a estabilidad y a futuro, y ha aprovechado la ocasión para vender algunas de sus mejores ofertas: la Expo, en sus vísperas, La Aljafería, en su majestuosa eternidad, o, con la restringido bula de nuestro latente arzobispo, quien, un par de siglos y pico después de la Revolución Francesa rebatió ante la prensa del país vecino el sofisma de la división de poderes, el esplendor de la catedral La Seo. Si visitar la catedral, dada su gestión, es milagro, podría deducirse que una fuerza sobrenatural, selectiva, minoritaria, existe, pero que dicha intercesión no amparó a los plumillas galos.

Aparte de estas censuras domésticas de don Elías Yanes, cuyo gobierno espiritual, no lo olvidemos, se sitúa por encima de líderes y naciones, hay que reprochar las patochadas de Maragall, cuyo frívolo humor desentonó con los rigores y protocolos del encuentro internacional. No sé si el honorable andaba picado por no haber acogido una cumbre por la que pujó Barcelona, pero el caso es que sus comentarios sobre Rodríguez Zapatero ("pasará a la historia como El Innovador"), o el gesto infantil de endosarle al presidente español, en la solapa de uno de sus nuevos trajes a medida (el prªt- -porter de la oposición se le abolsaba) el pin de la Generalitat, dibujaron un president superficial, sobreactuado de truquillos mediáticos, fuera de rango y de sitio. Jordi Pujol lo hubiera hecho mejor.

La cumbre ha dado la bienvenida al Vignemale, y enterrado el Canfranc. Antes de la reunión quedaba una mínima posibilidad de que la ésta última vía, tan unida a nuestra transición, a la lucha por la autonomía aragonesa, obtuviera la conmutación de su pena de muerte, pero no fue así. Chirac no cedió a la reivindicación histórica de una comunidad que desde los años setenta ha enarbolado en soledad esta amarga y necesaria bandera. No escuchó a Marcelino Iglesias, que había reivindicado el Canfranc días antes de la cumbre, y que se ha entrevistado en varias ocasiones, a lo largo de su legislatura y pico de mandato, con el presidente de Pirineos Atlánticos. Sólo escuchó a los suyos, esto es, a los potentes focos ecologistas que vigilan la virginidad de la cordillera en su vertiente francesa. Son ellos los que han ganado la batalla, y nosotros quienes la hemos, pienso que definitivamente, perdido. Queda por ver qué se hace con la estación, cómo se compensa a Canfranc por esta costosa, dolorosa, lamentable pérdida.

El Vignemale, empero, consensuado por todas las fuerzas políticas, abre expectativas de indudable envergadura. Puede ser el ariete que derribe la barrera que nos separa del país vecino, una vía de comunicación y riqueza vital para nuestros intereses.

*Escritor y periodista