Tras el Día de Reyes tiene lugar un ritual que ha devenido inseparable de la propia festividad navideña: comienzan las rebajas, se emprende una dieta correctora de los excesos gastronómicos y se padece la cuesta de enero, secuela de un consumo desmedido. La balanza señala con crueldad lo que ya anunciaba una silueta donde la cintura se ha engrosado mucho más de lo admisible, cuestión que, unida a la vida sedentaria, trasluce un inquietante problema de salud; curiosa paradoja el empeño de combatir mediante ayuno la gula desordenada. Por lo que a las rebajas atañe, las hay de todo, excepto de malos hábitos, lo que suele conllevar un consumismo sin freno en búsqueda de la oportunidad irresistible y de la codiciada ganga; como resultado, se colman de trastos poco útiles los ya de por sí repletos armarios y de pingües beneficios las cuentas de las grandes superficies. Por desgracia, las tiendas de comercio justo y los pequeños negocios de proximidad apenas se benefician de la corriente consumista, en tanto que, por el contrario, se ven obligados a reducir sus precios en consonancia y, por tanto, a contemplar cómo se esfuma su margen comercial, para cuya defensa solo disponen de un trato exquisito al cliente. Sin embargo, al menos, para quienes se ven obligados a estirar sus fondos hasta fin de mes, las rebajas implican una pequeña ayuda para conseguirlo o para hacerse con una prenda inasequible al precio anterior de su etiqueta. Así, la cuesta de enero puede resultar un poco menos empinada. Cuando las luces de gala se apagan y la rutina cotidiana se impone de nuevo, la vuelta al cole implica un duro golpe para los peques, mal acostumbrados tras la doble visita de Papá Noel y de los Reyes Magos, siempre más entrañable. También para los niños existe un antes y un después. *Escritora