Lo que tiene que pasar, pasa. Así que llegó la sentencia del Supremo y la condena a severas penas de cárcel contra los dirigentes independentistas catalanes, encausados por los sucesos de octubre de 2017.

Y porque lo que tiene que pasar, pasa, llegaron las protestas callejeras, anunciadas y teledirigidas por el Govern que preside el molt inexplicable Quim Torra, en una demostración de lo que jamás deberían hacer los responsables de las instituciones democráticas: alentar disturbios callejeros contra las decisiones legítimas de otras instituciones (en este caso, el Tribunal Supremo). Y, para colmo de deslealtades, hacerlo a través de los medios que el Estado otorga al Ejecutivo catalán. Con mención especial a TV3, un medio de comunicación público que los gobernantes secesionistas han convertido en un instru-mento de agitación que necesita una cura urgente de profesionalización.

Hasta ahí todo entraba dentro de lo previsible. Acontecimientos lamentables pero previsibles, dada la apuesta unilateral que hicieron las fuerzas independentistas y la gravedad de las actuaciones protagonizadas por sus líderes. Después de eso era inevitable exigir responsabilidades penales y había que ser muy ingenuo para pensar que la sentencia calmaría a los secesionistas. Las movilizaciones estaban cantadas: si era condenatoria, como fue, para protestar por ella; y si hubiese sido absolutoria, porque la habrían entendido como una victoria y, seguramente, como prueba palmaria de impunidad.

También cabían en el guion algunos episodios de violencia, pero es evidente que las previsiones se han desbordado con la actuación de grupos organizados (¡perfectamente organizados!) que han protagonizado en Barcelona, y en otras ciudades catalanas, escenas de pesadilla que no creíamos que se repitiesen en España.

Y bien, hasta el momento el Gobierno ha mantenido una actitud de firmeza combinada con bastante calma, favorecida por la actitud de los Mossos d’esquadra y de sus responsables directos (otra cosa es la deplorable actitud del molt inexplicable Torra y de otros inexplicables del Gobierno catalán). Y el secesionismo sigue rogando a Dios cuando reclama «diálogo sin condiciones» (quieren decir reconocimiento del imaginario derecho a la autodeterminación) mientras da con el mazo de las barricadas callejeras y condena «todas las violencias». Como en los tiempos de Batasuna.

Es tiempo de ira y frustración. Ahora mismo no hay diálogo posible, y me temo que pasará mucho tiempo antes de que pueda hablarse seriamente de ello. En todo caso, hasta que los secesionistas admitan que no se puede dialogar sobre la base de saltarse la Constitución y el marco legal.

Pero en el otro lado, en el de lo que algunos llaman constitucionalismo aunque la interpretación que hacen sus miembros de la Constitución sea a menudo tan diferente, tampoco se facilitan las cosas.

El PP exige aplicar ya la ley de Seguridad Ciudadana para que el Gobierno central asuma las competencias sobre la Policía catalana (sin olvidarse de invocar supuestos pactos socialistas con los indepes y sin que exista constancia de descoordinación entre las fuerzas de seguridad). Ciudadanos --a ver quién la dice más gorda-- reclama la aplicación del artículo 155 de inmediato y sine die (olvidando que el Senado está disuelto y que el Constitucional rechaza esa interpretación del famoso artículo). Y, claro, Vox no se queda atrás, así que pide directamente la declaración del estado de excepción (sin duda debe de traerles recuerdos la mar de agradables). Vamos, lo que se dice un bloque unido frente al independentismo.

Ninguna persona sensata debería descartar que cualquiera de esas medidas llegue a ser necesaria, ni la Ley de Seguridad, ni el artículo 155… ni siquiera el estado de excepción, incluso si se sabe que esto es justamente lo que pretenden los secesionistas para adjudicarse el papel de víctimas y conseguir el apoyo de la opinión pública internacional. Un apoyo que nunca han tenido.

Es la hora de la política, dicen algunos, y yo lo creo así porque en los conflictos políticos siempre es esa la hora, y este lo es. Por mucho impacto que produzcan las graves alteraciones del orden público… la realidad es que esos disturbios son la consecuencia de un problema político irresuelto.

Pero no hay que creer que la política es solo diálogo y negociación, y mucho menos cualquier diálogo y cualquier negociación. Política es también mostrar firmeza y unidad ante los adversarios si estos eligen un marco de acción inaceptable. Política es también saber que la prolongación de situaciones de enfrentamiento civil genera desafección ciudadana para los que las provocan. Y política es también saber aprovechar las grietas que ineludiblemente se producirán (se están produciendo ya) en un bloque que, como el de los secesionistas, dista mucho de ser monolítico.

Y, a la hora de la política, tendremos que tener claro que lo que sucede en Cataluña no empezó ayer ni terminará mañana. El pujolismo puso las bases del proceso y la ceguera de algunos gobernantes, recurriendo al Constitucional un estatuto pactado y aprobado por la gran mayoría de catalanes hizo el resto.

Ah, y no se olviden: política es también saber reconocer los errores.

*Diputado constituyente del PSOE por

Zaragoza