La Transición se ha quedado sin héroes. De maneras distintas --las más escandalosas las del rey Juan Carlos y la de Jordi Pujol-- los hechos posteriores han empañado o destruido la imagen pública de sus protagonistas. No queda ninguno que pueda ser ejemplo indiscutible de probidad y de servicio al país, un valor referencial para las generaciones posteriores. Un déficit importante que contribuye a que los ciudadanos tengan una idea negativa de su pasado. Y esa actitud no es buena para construir el futuro. Las deformaciones interesadas de lo que ocurrió en la Transición han colocado en contra de la misma a los más jóvenes. Para muchos, el nombre mismo es sinónimo de apaño a favor de los intereses de los poderosos de siempre. El caso Nóos, la cacería de Botsuana y la confesión de Pujol no pueden sino reafirmar en ellos la sensación de que todo fue un trapicheo entre tahúres que iban a lo suyo. Para la gente corriente, Felipe González se convirtió en un político más, y de esos a los que les gusta el dinero, el día que aceptó ser consejero de Gas Natural. Antes de que desapareciera de la escena, la derecha había destruido la imagen de Suárez y la izquierda no salió en su defensa. Carrillo fue condenado hace décadas al ostracismo. Sin protagonistas ejemplares, denostada por parcial, y en fase de reforma, la Transición puede figurar con letra pequeña en los textos escolares del futuro. En los de hoy, los 40 años del franquismo casi no existen o no se entienden. España quema su pasado. Y no tiene figuras que puedan impedirlo. Periodista