Mientras Trump alertaba en Davos contra los «profetas de la fatalidad climática», el Mediterráneo subía hasta 80 centímetros en el litoral español y se tragaba playas, paseos marítimos y muros de contención, colapsaba cascos urbanos con espuma marina y se adentraba hasta tres kilómetros en el Delta del Ebro: 3.000 hectáreas de arrozales han quedado bajo el mar. La devastación en algunas zonas costeras es absoluta, pero no solo por el efecto de las olas sino por la depredación urbanística que llenó de hormigón espacios naturales protegidos y que el mar trata de recuperar. 'Destrucción a toda costa', así tituló Greenpeace un exhaustivo análisis sobre los 8.000 kilómetros de costa española (10.000 con rías y marismas) sometidos al monocultivo inmobiliario por la gran irresponsabilidad de los gobiernos y la corrupción política. En el 2004 la socialista Cristina Narbona presentó un ambicioso plan para frenar el urbanismo y recuperar el dominio público del litoral, pero tropezó con una poderosa plataforma de 45.000 propietarios de casas a pie de playa. Hasta las embajadas británica y alemana plantaron cara. El propio Gobierno, de tapadillo y con otra ministra, les dio la razón y años después el PP amnistió 140.000 casas junto al mar que podrán ser vendidas y transmitidas sin ningún veto. La crisis, que no la ley, frenó por un tiempo los delirios urbanísticos en el litoral pero, ayer, viendo las imágenes de urbanizaciones arrasadas por el agua en la desembocadura del Xúquer me encuentro con que el Ayuntamiento de Cullera (PSPV-PSOE Compromís) ha resucitado el Gran Manhattan, un megaproyecto paralizado por la crisis que levantará 30 torres de 25 plantas y dos hoteles de 40 alturas en el único rincón sin hormigonar que queda en Cullera, justo donde el mar dejó anteayer el suelo lisico, lisico. Periodista